viernes, diciembre 29, 2006

Cachito

"Cachito, cachito, cachito mío; pedazo de cielo que Dios me dio"

Estaría bien descuartizarte y comprobar que la belleza más perfecta habita solitaria en el interior de las personas y no en su profanada superficie; y que no existe nada más hermoso que una pareja de riñones en su jugo o la masculina solidez de un hígado cirrótico. Ven, no tengas miedo, toma mi mano que yo ya tomo con la otra un cuchillo de cocina: te partiré finamente en mil trocitos como tú te merecías y no habrá después pesabumbre ni tristeza pues nadie se marchita por un montón desordenado de fragmentos de otro cuerpo. Nadie llora, amor, al sumergir un hueso en un puchero y no hay luto ni dolor en el rostro curtido del charcutero.

jueves, diciembre 28, 2006

Centollo!

Que ya lo sabemos, que vale que la Navidad ha perdido su significación tradicional y ha girado hacia un consumismo exacerbado, esquizofrénico y monomaníaco, y tanto hemos avanzado en la secularización de estas fechas tan señaladas que hasta la crítica más radical (los que señalaban a estas fechas pero con desprecio y afectación) ha sido absorbida por el propio sistema navideño despojándola de todo sentido como, por otra parte, suele ocurrir con todo tipo de críticas contra el orden de cosas establecido. A día de hoy y a este lado de la galaxia lo más común es decir que odias la navidad, que la navidad es puro consumismo o que te pone triste, y la crítica puede venir tanto de un lado -las bases católicas ofendidas por la usurpación de la tradición a manos de El Corte Inglés y Sidra El Gaitero-, como de los sectores más progresistas que, tal como están las cosas, tendrían doble objetivo a derribar: la significación religiosa y el delirio comercial. Un servidor se encuentra en una tercera postura aún más común y es aquella que adopta el amante de los langostinos y que no puede dejar de amar la conmemoración del nacimiento de Cristo por el grado de identificación que ha llegado a tener esta efeméride con lo que viene a ser el simpático marisco al que le chupas la cabeza. Hay gente que se desespera por la hipocresía de estas épocas, que ya podía todo el año estar la gente tan preocupada por el bien del prójimo, la paz en países desconocidos que -dicen- que existen en África y el amor universal. A mi lo de dar la lata con los niños que se mueren de hambre y con cosas de ese tipo precisamente ahora me parece de un mal gusto mecánicocuántico, precisamente esos que pregonan el compromiso continuo -y no solo a fin de año- con la realidad del mundo, son los que solo se acuerdan de dar el coñazo ahora que estamos ocupados en el Holocausto del Centollo. Desde mi posición, digamos, cetárea, opino que en realidad los que piensan así no caen en la cuenta que, a estas alturas de la civilización, ya nadie se preocupa por la paz o por el amor al prójimo, más bien por el amor a poseer más cosas que el prójimo. Yo en cambio, hedonista irredento, me lamento de que solo en éstas èpocas del año la gente cubra su mesa de mariscos cuando deberían hacerlo a diario, y eso me parece la mayor hipocresía de estos quince días. Luego ya el asunto del cordero me da igual. Que lo disfruten y cuídense del ácido úrico.

martes, diciembre 26, 2006

?

Para ver como cambian las cosas basta con dejarse asombrar por las fotos viejas sentado en una esquina de la cama, o descubrir que han abierto una hamburguesería de plástico en el sitio donde solíamos quedar, o tocar con las yemas de los dedos los rostros de los amigos y que después te inviten a una copa. A veces mueren niños devastados por la leucemia o carcomidos por alguna enfermedad extraña de la que solo se conocen dos o tres casos en el país y sus padres en un intento inútil y desesperado - patético- por conservar su esencia mantienen la habitación del pequeño cadáver dispuesta tal y como estaba durante su corta existencia y cerrada a cal y canto. El hijo ya no está ahí, entre los peluches y el papel coloreado de las paredes, sino pudriéndose en un ataud pequeño y blanco, que es como se debe enterrar a los niños. La habitación, en cambio, permanece como una burbuja estática en la estructura del espaciotiempo y el aire dentro es cada vez más denso y pastoso pues el tiempo allí no pasa, como en el borde de un agujero negro.

Que la memoria es mentira y es mentira que viví mil años enredado como un títere en los finos hilos de la noche y que sucumbí una mañana de hielo al embrujo mágico de las palabras. Que los recuerdos no son algo resuelto y acabado sino que permanecen en constante revisión y que he llegado a recordar mentiras cien veces repetidas y hechos que nunca tuvieron lugar. Que la reminiscencia tiene la calidad de la fantasía o de la ficción y que tal vez todo aquello nunca ocurrió. Y que a veces sobreviene el olvido y hemos de enterrar a las caras y a las cosas y a los nombres de las cosas en cementerios sin nombre dentro de ataudes pequeños y blancos, que es como se debe de enterrar a los recuerdos. O quitarnos la vida arrojándonos a las espinas de un rosal.

sábado, diciembre 23, 2006

Que no estaba muerto, joder, que estaba de parranda.

Seis años de trayectos Asturias-Madrid y viceversa en autobús dan para mucho, y puedo asegurar que yo no sería el mismo si no fuera por las personas que han viajado conmigo y que me han servido como modelo en tantos viajes. Modelos a no seguir, claro, como Pascual Duarte. El viaje de ayer fue, aún así, bastante notable teniendo en cuenta la extrema densidad de personas que había en el autocar y su delirio prenavideño. La que más me incomodó, sin duda, fue esa vieja que viajaba detrás de mí gritando periódicamente como una hiena histérica a un interlocutor telefónico que debía de ser su hijo tonto o su marido. Las señoras mayores van por ahí avasallando como si el mundo se acabara mañana: tratan de saltarse todas las colas, te sacan los ojos con el paraguas en los días de lluvia y comen pasteles compulsivamente los domigos después de salir de misa. Son precisamente los párrocos los que les dan su fuerza y su coartada moral todos los fines de semana desde los púlpitos y luego ellas se pasean toda la semana con el mismo gesto altivo que debía de lucir Napoleón subido a una colina antes de ser derrotado en Waterloo. Yo, en cambio, ayer me sentía un poco Pessoa, un poco Sábato y un poco Naranjito, por aquello de que tengo mucho jugo y me sentía especialmente ácido, y también porque somos casi casi de la misma quinta, qué coño. Aparte de la vieja chillona había dos chavales pijos un poco más jóvenes que un servidor que amenizaron el viaje con sus charlas sobre tetas mientras trataban de organizar un botellón telefónicamente. Ahora los hijos de la burguesía se dejan el pelo largo como Jose María Aznar, por aquello de que las greñas no son solo patrimonio del progrerío y la roja y gualda es para todos los españoles. Odio a la Derecha no solo por sus ideas, sino también por los argumentos que utilizan para defenderlas, por su discurso zafio y por su idiosincracia estética. Mariano Rajoy es transexual y sus segundos de abordo, Acebes y Zaplana, parecen dos mafiosos de película o dos Legionarios de Cristo, que es lo que en realidad son, es decir, ultraderechistas peligrosos. A la Derecha hay que calumniarla incluso con las mayores mentiras -aunque ni siquiera es necesario y yo solo he dicho una: adivinen-. Lo que realmente mola son las ministras socialistas que siempre tienen sus mejores ideas cuando departen informalmente con los periodistas. El otro día una dijo que el movimiento okupa era un movimiento cultural y una forma alternativa de vida, así que infiero que en su juventud visitó los squats holandeses y londinenses y buscó la playa bajo los adoquines o, en versión más cañí, corrió delante de los grises. La otra dijo que deberían prohibir la muerte del toro en las corridas y no puedo estar más de acuerdo con ambas cosas, lamentablemente sus compañeros de partido pronto desmintieron que éstas fueran declaraciones institucionales. He de decir además que yo, como soy muy guerracivilista, estoy a favor de la memoria histórica y de abrir otra vez la brechas del pasado y abrir las tumbas y las fosas comunes de los arcenes de todas las carreteras regionales de España y de que haya guerras fraticidas, que queda todo como más dramático y luego da para producir novelas y películas durante un par de siglos, con todos los beneficios que eso le reporta a nuestra cultura. Ah, y no trato de ser irónico. En serio.

El asco que me produjeron la señora y los pijos fue compensado por un un hombre madurito e interesante que leía a Houllebecq en el asiento de delante y, sobretodo, por el conductor que, aunque llegó una hora tarde por el atasco tenía tal labia cuando hablaba por el micrófono que, tras su última intevención ya en las puertas de Oviedo, recibió una increíble ovación de parte de todos los viajeros. Fue un momento tan emocionante y exaltado que estuve a punto de llorar de alegría, pues hacía tiempo que no vivía nada tan hermoso. Cuando llegué a casa mi madre se había olvidado de dejarme la llaves debajo del felpudo -ya ven, con esas andamos- así que me refugié en casa de la TiaVicen, que aprovechó para amonestarme un poquito, lo habitual, y que me dejó ducharme el cuerpo humano. Después fui de cena con los amigos-de-toda-la-vida y continuamos comprobando como nos hacemos mayores. La noche acabó, como es norma, en los bares más modernos de la ciudad, donde bebimos como macacos y constatamos de nuevo que, aunque ya no vivamos aquí, seguimos siendo algunas de las personalidades más populares y atrayentes de la noche carbayona.

jueves, diciembre 14, 2006

Objetos perdidos

Butch Dillinger abre los ojos después de seis horas de sueño. Ella ya se ha levantado, tal vez unos minutos antes, y corretea alegre por la casa: abre las ventanas y entra el aire fresco, enciende la computadora y un cigarrillo. Butch abandona la cama y la busca para darle un beso y los buenos días. "Hace soool" dice ella mostrando una enorme sonrisa. Butch le mira los dientes y también sonríe, después preparan dos tazas de café en la cocina inundada de luz y las toman en silencio. Ella está en bragas, distraída, él observa sus piernas, su vientre, sus pechos. Tiene la piel dorada. Le gusta, le encanta. Cuando ambos terminan con el café, Butch posa su mano sobre el muslo de ella y suena un ligero chasquido: "hazme el amor", le dice separando muy poco los labios, susurrando en su oído; y de pronto en su cabeza ya está ella saltándole encima como una pantera y las llamas surgiendo entre sus cuerpos; él la muerde en cada recoveco, ella le quita la ropa desesperada, y ya son una maraña caliente de carne, aliento y sudor; todo esto en su cabeza, claro.

"No" responde ella (fuera de la imaginación de Butch) mientras busca con la mirada alguna otra cosa que la distraiga; como no hay nada alrededor, se levanta y abandona la estancia. Butch la observa alejarse por el pasillo con leve paso de gata y deja caer su peso muerto sobre el sofá. "El amor es una enfermedad degenerativa" le grita su cerebro provocándole una molesta agitación. "Cállate" dice Butch mientras, al mismo tiempo, intenta apaciguar a su polla que se ha declarado en rebeldía. Sí, es una rebelión, una dura batalla contra todo su cuerpo. Después de sofocar la revuelta con mano firme se levanta para buscar en los cajones, entre la ropa interior y las viejas fotos, la pasión que se les perdió. Debería andar por ahí, olvidada y amarillenta; tal vez ella la había escondido o confundido con basura y echado al cubo.

martes, diciembre 12, 2006

Zevilla. Puente. Ozú.

Lo primero que sorprende al incauto viajero que emprende viaje hacia tierras andaluzas es el precio del billete de ida y vuelta, tan solo 30 euros, cuando en los viajes a tierras norteñas puede llegar hasta los 50. Todo cobra sentido cuando uno se encuentra montado en un Socibus de color rosa que parece descuajaringarse en cada bache y que tiene una parada a mitad de trayecto en un lugar perdido llamado Guarromán, sobre el que evitaré hacer chistes fáciles. El puente de diciembre estaba construido sobre dos pilares inexistentes, o al menos metafísicos, a saber: uno, la posibilidad de que una mujer se quede encinta –del hijo de Dios (!)- sin haber practicado el acto sexual y otro, la sacrosanta Constitución Española. Y sobre este puente flotante en el vacío nos escapamos en tropel a Sevilla ocho madrileños de adopción que formamos un comando, pues, aunque no amamos ni a la Virgen ni a las Leyes, sí que amamos el disloque, el easy living y las manifestaciones culturales, festivas y gastronómicas de cada rincón de la piel de toro. En el autobús nos comimos dieciocho bocatas.

Sevilla tiene un color especial, como las paredes naranjas del diáfano salón de Rafita, excompañero de piso y amigo que acogió en su hogar al grueso del grupo. Los otros se hospedaron en las dos casas de Virginia, amiga y excompañera de piso, a la que pillamos en mitad de un traslado de un pequeño piso moderno y luminoso a una casita con dos plantas y jardín, en la que el último día celebramos una de esas fiestas matinales que tan bien se nos dan, acompañados de nativos de dudosa procedencia, que acabó en doble desastre, primero con la vecina que rozó el delirio con sus quejas a un impertérrito Guillermo que aguantó el chaparrón por todos nosotros, en plan Jesucristo, y más tarde con el anterior inquilino de la casa –y también amigo- que volvió por sorpresa y encontró a una pareja desnuda en el salón (a la que le arrebató la manta que les tapaba) y toda la basura que se produce en este tipo de reuniones cubriéndolo todo, y que llegó finalmente, en un ataque de ira, a intentar agredir a la nueva inquilina, Virginia, que tras éstos incidentes decidió llamar a la casera –madre del exinquilino a la sazón- y renunciar a ocupar la casa, que, por otra parte, era estupenda. Una lástima.

Pero dejemos los detalles sórdidos y vayamos a lo que importa: el sano compañerismo que desplegamos por las serpenteantes calles de Sevilla, que recorrimos incansables como hacendosas hormigas, el trazado laberíntico de la ciudad, los callejones tortuosos de la zona vieja –algunos tan estrechos como el pasillo de mi casa, otros ciegos, sin salida, otros con un bakala al fondo- que alivian del calor en verano y son herencia de la época árabe y judía -aunque hoy en día están plagados de imágenes cristianas por doquier-, la religiosidad de los sevillanos, el mercadillo de chatarra cercano a la Alameda y el yonqui esquizofrénico tratando de vender un traje de novia, el desvarío estético de los señoritos sevillanos de clase alta acudiendo a una boda, las toneladas de tapas y vinos que degustamos en numerosas tascas y terrazas –con mención especial a esa Bola Picante traída del mundo de la fantasía-, y los múltiples lugares de los-que-hay-que-ver que visitamos como buenos turistas: la giralda, la torre del oro, el parque de Maria Luisa, y la Plaza de España, donde cada uno se fotografió delante de los azulejos que allí hay representando a cada región española. También nos dedicamos, como digo, al ocio nocturno y a nuestras peculiares eucaristías, y el viernes nos embarcamos en la ardua empresa de ir a ver pinchar a James Holden –el niño prodigio de la electrónica de hoy en día- a una discoteca periférica de la ciudad, todo un viaje psiconaútico y danzístico que desembocó en la fiesta matutina antes mencionada y que nos llenó a todos y cada uno de nosotros de gozo y zozobra sensual.

La vuelta, que se alargó más de lo esperado por el atasco de la Operación Retorno, pero que pasé agradablemente leyendo los suplementos dominicales de los periódicos, nos sorprendió con la profunda pena por la muerte de Lauren Postigo, que siempre me había caído bien por su melena leonina y su evidente bondad, pero sobretodo por la boda zulú que celebró hace unos años y que me produjo una mezcla de hilaridad y admiración –aquel tanga- y la alegría por la muerte del general Pinochet – a pesar que se escaqueó de ser juzgado un fascista cadáver siempre le alegra a uno la jornada-, que daba mucho miedo sobre todo cuando llevaba gafas de sol y bigote y que con la ayuda de la CIA y el secretario Kissinger –responsable de todos los desastres latinoamericanos y todavía activo en la sombra- masacró a miles de chilenos y acabó con el que fue, probablemente, el proyecto socialista más prometedor de entre todos los que se ensayaron en aquel castigado continente. Ya saben, socialismo o barbarie.

Salud.

martes, diciembre 05, 2006

No me eche de menos

No me eche de menos, aquí el tiempo va pasando en las ventanas. ¿Sabe? coloqué un molinillo en el balcón. Es bonito, como una flor alegre y excesiva. Cada pétalo es de un color chillón. Se lo compré un domingo a una gitana vieja en el mercadillo. Pero es mejor que una flor, no tengo que regarlo ni darle ningún cuidado. Pasan los meses y sigue teniendo el mismo aspecto, no se marchita ni nada. Me hace compañía y no tengo sacarlo a pasear como a un perro. Es tan indiferente como un gato, y además no araña el sofá. Es también mejor que la tele, no idiotiza: lo miro y me hace pensar. En los días de viento gira veloz y toda la acuarela se funde en blanco; salgo al balcón y miro la calle, al lado de mi molinillo, el viento también revuelve mi pelo. Abajo la gente pasa, por las noches son pandillas que caminan erráticas dando gritos alegres, cantando, con botellas en la mano que alzan al cielo, celebrando. Pero yo me quedo en casa por las noches: enciendo las lámparas pequeñas y el salón se inunda de penumbra amarilla. Al menos los que pasan por la calle deben ver eso: las ventanas, la penumbra amarilla y el molinillo girando en la barandilla del balcón, chirriando levemente -creo que soy yo el único lo oye, tengo que ponerle aceite un día de estos, para que no chirríe. De vez en cuando Antonio pasa por aquí. Suena el timbre y yo me asomo al balcón, a ver quien llama. Él me saluda desde abajo con una bolsa de plástico en la mano. Trae vino y bebemos toda la noche. Me cuenta como le va con Laura. Me dicen que discuten, que no puede ser.
- No te preocupes. Ya pasará - le digo yo.
Él dice que no, que no las tiene todas contigo. Está preocupado. También me dice que yo debería salir más, que no puedo estar aquí todo el tiempo.
- No será para tanto - le digo fingiendo una sonrisa y rellenando su vaso de vino.
- Pues deberías comprarte un animal de compañía o algo -dice él.
- ¿Para qué? Tendría que darle muchos cuidados. Mira, tengo un molinillo -y señalo al balcón- No tengo ni que pasearle. Solo ponerle un poco de grasa.

Además no es cierto que no salga nunca. Voy al mercado a comprar carne y verduras. Me cae bien la gente del mercado, siempre están contentos y hablan mucho. He aprendido nuevas recetas. Cocinar no es tan difícil, el mecanismo es siempre el mismo. Me salen cosas ricas, lo único que no me gusta es que se invierte demasiado tiempo en preparar algo que luego me como en un momento. Tengo tiempo, de todas formas, eso me sobra. Y es que yo como muy rápido, siempre me lo dice mi hermana. Cuando hablamos por teléfono prometo invitarla a cenar alguno de los nuevos platos que he aprendido a cocinar. Pero luego nunca me acuerdo. Está bien mi hermana, acaba de sacar unas oposiciones para profesora de secundaria. No sé si podrá con los chavales, a esas edades son tan rebeldes y ella tiene tan poco carácter que se la van a comer. Además dice que ahora quiere tener un niño, le ha dado fuerte. Ya lo estoy viendo: empezará a trabajar y enseguida tendrá que pedir la baja por maternidad. Tal vez yo debería tener hijos, al menos para dejar constancia de mi paso por aquí, ya me estoy haciendo mayor. No me lo imagino, los niños son tan ruidosos y esta casa parece sumergida en un silencio perfecto (excepto por el chirrido del molinillo, tengo que engrasarlo). De todas maneras no tengo con quien criarlos, así que da igual. A ver si la veo un día de estos, a mi hermana. Podríamos ir a pasear por el parque. Yo a veces lo hago cuando en días soleados, pero también si está nublado y feo. Me siento en un banco y leo durante unas horas. Cuando el sol se hunde me acerco al mirador y ahí está la ciudad oscurecida y el cielo morado y luego naranja y las nubes teñidas de estos colores. Y mientras el sol se esconde lentamente yo busco formas en las nubes, aunque es mentira que sea fácil encontrarlas. Yo hace tiempo que no veo una cara o un dragón en una nube. No sé, quizá sea el cambio climático, hace que ocurran cosas raras en el cielo. O tal vez que mis ojos ya no están para estas cosas, tengo los ojos viejos y la inocencia rota. Cuando ya está todo oscuro y las farolas encendidas vuelvo a casa y me siento en el sofá después de comer algo y me miro las manos y canturreo algo. El cristal de la ventana me devuelve el reflejo de mi cara y pruebo a sonreír. Lo único que cambia en mi gesto es la boca, los ojos se quedan lo mismo, la mirada permanece igual, solo sonríe mi boca. Quisiera sonreír de otra manera. Me gustaría ser honesto con mi sonrisa. Sonrío como quien sale en una foto.

Algunas noches, ¿sabe?, las paso pensando en usted. Pienso: ¿qué tal le irá? ¿donde estará ahora? Pero no se preocupe, no me eche de menos, como ve todo va bien por aquí. Tal vez un día me asome al balcón y la vea caminando por mi calle. Si usted algún día pasa por aquí y decide mirar hacia arriba y no me encuentra asomado al menos podrá ver el molinillo que tengo ahí colocado, es bonito como una flor alegre y excesiva, puede que ya lo haya engrasado, estoy seguro de que le gustará. Tal vez en ese momento yo también lo esté mirando desde dentro, oculto en la luz amarilla, sentado en el sofá, así que no se preocupe, no me eche de menos, como ve todo va bien por aquí.

viernes, diciembre 01, 2006

Miedo


Escruto estos días polisémicos con mano temblorosa, inocente como un ciervo herido, como un niño, y no encuentro la estructura, la cadencia: no hay sentido.

Constato cada día minucioso en el espejo cada marca, cada línea esculpida por el tiempo en la fría superficie, y hay un hombre, como todos esos hombres que caminan por las calles encorvados con paraguas -ya no un niño-, que me observa con dos ojos que son cuervos escondidos en la cueva y no comprende.

Miradme ahora, tan patético: tratando vanamente de ocultar este miedo a los relojes. Tendiendo esta cortina con las manos que algún día serán huesos.


martes, noviembre 28, 2006

A ella le gusta la gasolina

Tal vez sea el silencio y la sombra, no sé, el leve murmullo del mundo que se pudre ahí fuera según entra el otoño, las pisadas ligeras de mi gato yendo y viniendo por el pasillo, inquieto, el viento en la ventana, empujando la persiana cadenciosamente hacia delante y atrás, en fin: los tenues latidos de mi corazón, el vacío rodeando mi cama y la luz pobre de la última lámpara que esta noche permanece encendida como una hoguera perdida a lo lejos cuyo calor no me alcanza, simplemente, tal vez, la ausencia de tus manos, por qué demonios no están aquí tus manos tomando mis zarpas rotas y heridas, cuáles son los demonios que se han conjurado para dejarme muda, gélida y enferma.

Si viniera ahora tendría miedo, si viniera ahora tu mano desde la lejanía –esta noche es un páramo sin horizonte- y la yema de tu dedo tentase mi hombro y mi nuca, si notase tu aliento naranja meciendo mi cuello me asustaría. Cómo se ha escapado el tiempo: mi piel se ha vuelto gris y está fría, una fina capa de escarcha recubre mi cuerpo. Si acudieras a mi alcoba esta noche me encontrarías acurrucada y temerosa, mi cuerpo enterrado bajo la manta intentando reunir algún resto del calor que te llevaste, zozobrante, como un animal escondido en la madriguera, mi cuerpo es un animal que espera. El miedo acechando en los bordes de mi lecho, también el sueño…

El sonido del tren quebró el cielo y hoy la ciudad ha amanecido furiosa, violenta, despeinada por el viento; un sol recién nacido cegado por las nubes. Desde la ventana de veo a un hombre gris que dobla aquella esquina. Hay también un periódico que vuela entre los cubos de basura, y hojas secas, y un niño con chubasquero de la mano de su madre, y otro niño que hace pucheros porque no quiere ir a la escuela, y coches que pasan muy rápido, rugen y pitan. Hay también una estación y un tren –vacío- que se va. El café frío entre mis manos te devuelve a mi cabeza, y me doy cuenta de que no viniste anoche, de que no vienes nunca, de que nunca regresaste.

Te esperaba anoche asaltando mi ventana, embozado en lo oscuro y supurando combustible, esperaba tus pasos acercándose a mi cama y tu cuerpo oliendo a gasolina. Todo el día he pasado asomada, sin dejar ni un solo instante de vigilar la calle que conduce hasta mi puerta y tiritando. Que te vengas, digo, que vuelvas y derritas el hielo de mi entraña, no queda otro remedio. Ven, hombre del Este, vestido de naranja y con una bombona en cada hombro, se acabo el butano hace tres días y desde entonces lo único que arde en esta casa es mi entrepierna.

sábado, noviembre 25, 2006

Manifiesto Malayo

A mi la Operación Malaya siempre me ha fascinado, desde que un buen día salió de la brillante cabecita de algún juez estrella o de un guionista venezolano. Y mola, aparte de por ese nombre tan exótico - tan de libro de viajes por Indochina, tan de prostíbulo tailandés, tan de las aventuras del capitán Richard Burton-, porque es una síntesis hegeliana en toda regla, esto es, la última fase del proceso dialéctico en el que un concepto y su contrario se funden en uno solo y se superan a sí mismos, en el caso que nos ocupa el corazón y la política, facetas de esta vida moderna que siempre andaron a la gresca y se posicionaron, de alguna manera, como polos opuestos: la política para la gente seria y lo rosa para las marujas, los debates políticos en la tele muy temprano o muy tarde (pues el resto del día los hombres comprometidos los pasan trabajando en sus oficinas) y los del corazón durante el resto de la jornada, cuando las amas de casa hacen las camas y limpian ventanas. Así que, como digo, llegó la Operación Malaya e hizo un revoltijo con temas tan fundamentales para la actualidad como la política municipal marbellí, la corrupción, la especulación inmobiliaria, el deterioro medioambiental de las costas malagueñas y los líos de faldas de la Pantoja; todo ello trufado de personajes de lujo: la propia Isabel -que reina en solitario desde la desaparición de la muy llorada Rocío-, Julián Muñoz y sus aventuras sanito-carcelarias, la rubia del PSOE, el fantasma de Gil siempre presente y volviendo del más allá cabalgando a un espectral Imperioso y hasta la ex de Julián que últimamente se ha revelado como una cocainómana de pret-a-porter. Y todo esto viene que ni pintado para estos tiempos tan posmodernos, tan de mestizaje y de todo vale y Dios a muerto, porque, digo yo, si la gente mezcla un inmaculado flequillo sesentero a lo peli de Nouvelle Vague, con la bambas all star de los Ramones, una blusa floreada toda jipi y esos pantalones de pitillo que ahora causan furor cuando hace un par de años, cuando solo los llevaba nuestro vecino el jevi, eran objeto de mofa e hilaridad, si se hace eso y se crea la ópera chill out, el tango trip hop, el flamenco fusión, el electrochotis y el hard pasodoble, si todo es ahora un sindiós de neo's, y post's y trans's y todo eso, ¿por qué los columnistas de los periódicos, los analistas políticos enfundados en sus trajes gris marengo y en esos pelos engominados que de seguro no les dejan pensar, se llevan las manos a la cabeza escandalizados por esta banalización de la política y desubstanciación de los grandes temas?

¿Acaso no se han leído La Sociedad del Espectáculo? ¿No enseñan ya este libro en las escuelas?

Lo cierto es que, como todos los grupos de poder, lo único que tratan es de mantener su posición ayudados, sobretodo, por un abstruso lenguaje alejado del pueblo (las marujas) y presentando su actividad a las masas como una disciplina más gris que sus trajes y más rígida que sus peinados, así los poderosos camparan a sus anchas, como siempre ha sido y será. Lo mismo ocurrió cuando los famosos dejaron de ser famosos por sus actividades artísticas o profesionales para dejar paso al nuevo famoso postmoderno, que apareció con gran estruendo y sonido de fanfarrias como el superhombre nietszchiano o el nuevo hombre soviético: el famoso profesional que es célebre gracias a su frikismo o simplemente a su voluntad y patetismo, véase el fenómeno del tamarismo, de gran interés desde el punto de vista de la teoría de la cultura y la sociología modernas. La democratización de la fama, señores. Fue entonces cuando los famosos de toda la vida, viendo peligrar sus plácidas poltronas, comenzaron una intensa labor de zapa y llegaron a convencer a gran parte de la sociedad y a mucha gente de buen corazón con la absurda idea judeocristiana de que la fama se gana con sudor y con trabajo, cuando todos sabemos que en el pueblo de nuestros abuelos el más famoso no era el más virtuoso sino la más puta o el más borracho o, mismamente, el tonto del pueblo.

Acerquemos, pues, el estrellato a la plebe, demos la vuelta a los focos y enfoquemos al gallinero, repartamos la gloria a cada uno según sus necesidades, que ya estamos hartos de esa prensa rosa del Hola y de las televisiones serias - Anne Igartiburu, Rosa Villacastín- donde solo se ocupan de aristócratas enseñando sus yates y monarquías europeas y viejas glorias musicales de paseo por el campo con sus niños y sus perros y de viejas burguesas enjoyadas que luchan contra el cáncer y de Pitita Ridruejo. Necesitamos un star system periférico y proleta -como dice Bigas Luna en Yo soy la Juani-, nuevas Belenes Estéban, más reality shows y más hijos del pueblo como Bisbal o Busta; y que el corazón sea como el Aquí hay tomate o no sea, que fabule y tergiverse, que mienta y destruya, y que ironice de esa forma incomparable, que sea el azote de los que viven del cuento. Va por vosotros. Salud.

martes, noviembre 21, 2006

me (di) vierto

Que me toques los cojones, eso sí, pero que sea con caricia dilatada y no con ímpetu ni urgencia, que tu mano sea pluma y se pose tu lengua húmeda en mi escroto, que dibuje ochos, infinitos, mariposas, y que escale tu lengua dura y rosa el espinazo de mi polla, que no se pierda, que llegue a la cabeza, que la lama, que la mezca, detente tres mil años en la superficie morada y esponjosa, ¿no ves que es una fresa?, ¿no ves que es una fruta que te metes en la boca?

que exista ahora tu mano, de repente, proveniente de lo oscuro y me agarre firme por la base de mi verga, y que entre yo en tu boca y emitas un sonido imperceptible, un gemido, una sorpresa, tus labios son ahora un anillo que me pongo en la entrepierna, más arriba, más abajo, bailando al compás con los dedos de tu mano en un dulce traqueteo que me vuelve delirante, y que sigas un buen rato, que me mires mientras tanto, y compruebes que consiento a ese dedo tan travieso que se mete por mi culo

y que sienta que algo viene, se aproxima sigiloso, en silencio lo primero, ahora fuerte, más potente, algo raro que procede de la nada, de la entraña catacumba y que sienta que ya emerge, que está cálido, que es caliente y que sienta que me vierto, que es extraño, y que dejo mi simiente en tu boca y en tus manos.

jueves, noviembre 16, 2006

Destruye

Siempre fantaseando con que me destruyas, me destroces, con que acabes conmigo para siempre y de una vez por todas; yo inmerso en una mediatarde suave de sol sobando una siesta amarilla como mil domingos fundidos y entonces unos fuertes golpes en la puerta, parece que la van a tirar abajo -Dios mío-; abro la puerta asustado, adormecido y legañoso y me encuentro con todos tus ejércitos, hombres de gesto severo que me empujan con violencia y entran en avalancha, dando gritos por el pasillo, avanzando con la espalda pegada a las paredes y las piernas flexionadas, apuntando con sus armas en todas direcciones; lo ponen todo patas arriba, vacían los cajones sobre el parquet, y mis discos, nuestras fotos, mis papeles tirados por el suelo, revisan todos mis libros, incluso los que aún no he leído, cabrones, el interior de la olla express y los bricks de leche vacíos y me tiran en el suelo, me esposan las manos a la espalda y un oficial de mandíbulas de acero pone su bota grande, negra y manchada de barro reseco sobre mi cabeza y mi cabecita allí apresada, ridícula, mi cara de tonto entre la suela y el suelo pensando únicamente en ti y en que me destruyas, me destroces, que acabes conmigo de una vez por todas, por las mañanas, por las tardes y por las noches, domingos y festivos, que no me permitas hacer nada de lo que me gusta: arroja a la basura mis paquetes de tabaco barato, prohíbeme salir con mis amigos a tomar un vino tinto, apágame la tele después de la comida y enciérrame en tu cuarto dulce de persianas bajadas hasta que pierda la noción del tiempo y del espacio y todos los kilos que me sobran, yaciendo encadenado a la pata de tu cama, viéndote aparecer cada noche o lo que sea, con un traje de vinilo negro que te llega hasta el cuello, la cremallera plateada desde tu ombligo subiendo entre tus pechos, y tu látigo de siete colas, ven a mi vera y abofetéame fuerte, hazme acupuntura con tus tacones de aguja, arráncame los labios a mordiscos, ábreme el pecho con las manos desnudas y las uñas pintadas de rojo, y escupe dentro que para eso está mi pecho, que sin ti mi corazón no es más que una pieza sangrienta en la vitrina del charcutero, atrezzo de peli gore, ven, tú, destrúyeme, destrózame, acaba conmigo para siempre y de una vez por todas, tú, sí, tú, tus ojos, tu pelo, tu olor, te quiero, mi amor.

lunes, noviembre 13, 2006

Aquí unos amigos

Marta Espeso es la honestidad y la nobleza, pues para valorar justamente a una pareja es necesario mirar desde lejos, desde una atalaya donde la vista sea clara y diáfana y la mente no esté entorpecida por el amor o el desamor, por el rencor o la ausencia, hay que mirar atrás cuando ya hace tiempo que la sociedad se ha disuelto, y todo ha acabado, y ya solo resta de ella el recuerdo. Resulta tan difícil ser una buena ex como una buena novia y ella fue y es bien ambas cosas, cosa que poca gente puede decir. Marta Espeso me gusta porque cada vez está más guapa y por su sonrisa franca y por la risa fácil con la que ríe todas mis gracias, así que quedo con ella para tomar unas copas –nosotros no quedamos para tomar café- y felicitarle su vigésimo sexto cumpleaños -cómo hemos crecido, quién lo iba a decir, si a nosotros eso no nos iba a ocurrir nunca-, y resulta que ella además se ha citado paralelamente con otros dos amigos de esos de toda la vida que en realidad no ves nunca y que curiosamente son los dos que ya se han casado, qué fuerte. Perti es un hombre grande en todos los sentidos y un cachondo, recuerdo cuando de más jóvenes aseguraba que él jamás caería en la garras de una mujer mientras que los demás, pringaos, estábamos minuciosamente emparejados, echando por tierra, según él, nuestra juventud y nuestra independencia. Poco duró su soltería militante y finalmente fue el primero en casarse e incluso en tener un hijo, así que ahora es padre –un buen padre, se le nota en la mirada y en la palabra, ya tan distintas a las que antes eran- y me cuenta acodado en la barra del bar sus flamantes teorías sobre la paternidad, algunas muy acertadas y otras hilarantes. Aprovecho para saludarle desde aquí ya que he comprobado con alegría que es un fiel seguidor de este vuestro humilde blog. Bea, la otra amiga que acudió a la cita, es la inocencia hecha carne y hecha hueso, como un petit suisse, y se ha casado recientemente con un apuesto joven de tez morena; por lo demás sigue tan despistada y cariñosa como siempre y valoro en ella la ternura y que se nota que me quiere, y creo que es encantadora la forma en la que trata de que no me aburra y de que me integre en la conversación cuando yo me despisto un instante y me pongo a beber como un mandril y canturrear las canciones que suenan en el garito.

Pero dejemos ya de chuparnos las pollas.

Se levantó de nuevo el indómito y admonitorio dedo índice de la mano derecha mi Tía Vicen, ése con el que tantas veces me ha enseñado o regañado o señalado o acusado, y me dijo que no sabe qué pinto yo viviendo solo en Madrid, sin familia ni nada. Yo le digo que vivo con amigos, que no estoy solo Tía Vicen, y ella me dice que no me puedo fiar de los amigos, que lo que cuenta es la familia. Esto es comprensible porque ella tiene pocos amigos y mucha familia y vive rodeada de ella por todos los flancos. En cambio la actitud de la familia conmigo ha tomado dos caminos, salvo muy honrosas excepciones: o se ha establecido una relación de mutua indiferencia o se han muerto. Lo cierto es que la familia es neurótica, sucia y problemática porque dentro de ella las personas se pierden el respeto y no existe ninguna censura a la hora de juzgar, criticar, sopesar, opinar, ponderar, insultar o ejercer cualquier tipo de poder o de chantaje. Todos se creen con derecho a todo. En cambio, en las sanas relaciones amistosas, que son más o menos voluntarias y elegidas, se respeta mayormente al individuo y no se habita en una jungla de intereses creados; así pues han sido mis amigos los que siempre me han apoyado, guiado y comprendido, los que más han contado conmigo y mejor me han aceptado, sin que por ello tuviese que afeitarme las patillas o cambiar de hábitos o de posturas políticas o filosóficas, y aunque desaprobasen, en su fuero interno, mis actos. Que duren.

Un beso.

jueves, noviembre 09, 2006

Vuelta y vuelta

Dicen que todo viaje exterior implica un viaje interior, eso yo no lo puedo asegurar, pero quién sabe, ocurren cosas tan extrañas en este mundo...; lo cierto es que en ésta mi enésima visita a Asturias -ahora con motivo del madrileño puente de La Almudena- pude comprobar de nuevo y casi elevar a la categoría de enunciado científico, que todo viaje por la meseta castellana es un viaje coñazo y sigo sin entender dónde los poetas de principios del siglo pasado le veían la belleza a los campos de castilla, lugar inhóspito a medio camino entre una manta de patchwork y el desierto de Gobi. Lo mejor del viaje a través de la comunidad de Castilla-León, anyway, son las pelis que proyectan en el autobús -jackie chan, jean claude van damme, meg ryan y otros filmes de calidad, tampoco es plan de pedirle al viajero que piense-, el pueblo hundido del pantano de Caldas de Luna, León -que se puede ver gracias a la tan poco comprendida sequía- y la parada en Villalpando, un pueblo situado en la justa mitad de la nada zamorana y que consiste, básicamente, en una estación de servicio de precios desorbitados, un cuartelillo de la guardia civil y un prostíbulo que siempre fantaseé con visitar, ya saben, para hacer más agradable la espera.

Llego a casa, le doy un beso a mi dulce madre y después un abrazo -ella se sube a un escalón para alcanzarme-, dejo la mochila, me deshago de mis urgencias en el baño y le enseño a mamá el libro donde sale un relato mío, y mamá me dice que muy bien, que vamos mejorando, que por fin un libro como Dios manda y no tanta revista subterránea. Satisfecho con el diagnóstico de mi progenitora sobre mi carrera literaria voy a la cocina y vuelvo a comprobar que el frigorífico de una mujer sola es siempre un electrodoméstico triste. Espárragos, queso fresco, algo de fruta, finalmente descubro en el corazón de la nevera unos gramos de jamón serrano cortado fino y pequeño, más hermoso que un amor adolescente. Y mientras saboreo el jamón -uno siempre puede saquear impunemente la despensa de una madre y si no es que no es una madre si no un monstruo desviado o una impostora- pienso en las que serán mis ocupaciones durante el fin de semana y me topo con el vacío más absoluto pues ya todos mis amigos viven fuera de esta región bella y abandonada como una mujer mitológica, y los pocos que quedan -dos o tres- están demasiado ocupados con sus vidas provincianas -sin que provinciano sea un calificativo despectivo, Dios me libre- como para hacerme mucho caso. Al pasear por las calles Oviedo de nuevo, al anochecer -cae la noche ya temprano-, veo a una banda de gaiteros rodeados de una muchedumbre que recibe a Bill Gates de visita por nuestra ciudad, y me encuentro a una conocida en pie, sola, apoyada en una esquina y charlo un poco con ella y me explica lo de Bill, la muchedumbre y los gaiteros; de vuelta a casa me invaden los pensamientos crepusculares: voy descubriendo que esto es ya más un escenario vacío o una escenografía de cartón piedra de lo que fue, una vez, hace tiempo, el teatro alegre y doliente de nuestras jóvenes vidas, pero que ya no es nada, pues nos hemos ido los actores y hasta el apuntador, y que la memoria, como bien sabían los antiguos, no reside entre las neuronas, sino en los lugares y en los olores, y cada calle, cada plaza, cada esquina me provoca el vómito de los recuerdos, incluso algunos que creía enterrados y olvidados, y descubro también que ya casi no me pongo triste, ni nostágico, ni filosófico y cavilante, si no que ya no siento nada al regresar, no como al principio cuando huí de aquí, cuando cada viaje de vuelta me sumía en la reminiscencia y en la poesía.

Hoy en día es todo como muy light. Como el contenido de la nevera de mamá.

Mañana visitaré a mi tía. Yo he venido aquí a hacer las cosas bien.

lunes, noviembre 06, 2006


Esto va de la eterna lucha entre la realidad y el deseo, y de las sábanas pegajosas los lunes por la mañana. Maldigo este otoño que vosotros, románticos ilusos, esperabais impacientes para vestir vuestras boinas y vuestras bufandas y pasear cabizbajos por los parques. Déjense de tonterías, por favor: el otoño ya es real y me corroe como un parásito secreto y llena con desánimo y desidia el hueco que deja . Las nubes están tan bajas que parece que puedo estirar el brazo y tocarlas con la yema de los dedos, después de levantarme.


Hago la compra antes del almuerzo y decido que quiero dirigir ese nuevo Mercadona –el segundo- que han inaugurado recientemente en el barrio. Amo su distribución ideada por un constructor de laberintos y su color verde bosque y su iluminación austera y acogedora y sus suelos brillantes y la sección de bollería construida en madera. Mercadona mola porque es proletario y andaluz, pero no es como Día o Lidl, donde las cajeras parecen sucias expresidiarias y donde piensan que los pobres, por ser pobres, han de comer mierda y elegir esa mierda de entre cajas de embalaje. Tal vez con una licenciatura universitaria me hagan encargado directamente, como pasa con los inspectores de policía, que, según dicen, no tienen que pisar la calle ni vestir uniforme.

Por lo demás, y como viene siendo habitual, he pasado el fin de semana en lugares que no existen, en espacios que no pertenecen a este mundo sino a otros, múltiples, psicotrópicos, nocturnos y matinales. Desde allí les envío esta foto, llena de misterio y de mal rollo.

viernes, noviembre 03, 2006

Anal intruder (el despertar de los sentidos 2)

Aunque hoy en día estoy dispuesto a cualquier arriesgada exploración en pos de mi Punto G, de aquella aún consideraba mis entretelas anales como un lugar sacro y, sobretodo, impenetrable; así que imagínense la turbación y el desasosiego cuando mamá aparecía con aquella cosa blanca y sospechosa en la mano, te voy a poner un supositorio, decía, y yo pensaba que aquello que llevaba en la mano tal vez no me cupiese en la boca. Cuando me explicaba, seguidamente, el modo correcto de utilización de aquel pequeño y grasiento misil, mi negativa era ya rotunda y sin condiciones. Que no, que no, que eso yo no me lo meto por ahí. Así que, como no había manera de convencerme para que tomase una postura más abierta ante la realidad del supositorio, mamá decidía que mejor jugábamos al escondite, para pasar el rato y eso. Después de unos minutos de sana diversión buscándonos por la casa, bajo las camas y las mesas o dentro de los armarios –te pillé-, mamá proponía una feliz idea para mejorar el juego: jugaríamos desnudos. Así que yo me quedaba tal como mi madre me había traído al mundo y mamá se quedaba tal y como la abuela, que en paz descanse, la había traído a ella, mucho tiempo antes. Me tocaba entonces a mí contar la centena, muy pacientemente apoyado en la pared, con los ojos cegados por el antebrazo para no ver de ningún modo donde mamá se escondía y con el culo en pompa, y era en ese preciso momento cuando ella –veintinueve, treinta- se acercaba sigilosamente –cincuenta y siete, cincuenta y ocho- por la retaguardia – setenta y cinco, setenta y seis- sin hacer ni el más mínimo de los ruidos de este mundo – ochenta y tres, ochenta y cuatro- y aprovechaba para –noventa y cinco, noventa y seis- introducirme el torpedo de glicerina -¡cien!- a traición hasta lo más profundo de mi ser. No se lo creerán pero caí como un tonto en este sucio truco materno en incontables ocasiones, hasta que finalmente, como un animalillo de Pavlov, aprendí la lección. Desde entonces no confío ni en mi propia madre. Y tengo el recto engrasado.

martes, octubre 31, 2006

Técnicas masturbatorias

A veces a uno le sacan de los sueños suavemente, con una leve caricia o un beso casi inexistente que se posa en el cuello, justo detrás de la oreja y que hace que el sueño o la pesadilla se diluya lentamente ante la presencia de ese elemento extraño y dé paso progresivamente a una nueva realidad con forma de mañana. Otras veces en cambio, a uno le despiertan de forma brutal, y así es como solía hacerlo mi TíaVicen cuando me encontraba en mi cuarto un sábado por la tarde aún durmiendo la mona del día anterior. Ella era entonces el ejército alemán invadiendo Polonia en 1939 o las fuerzas especiales estadounidenses liberando a Eliancito, el niño balsero cubano. La TiaVicen, sin el menor reparo o respeto por mi sueño reparador, irrumpía en mi cuarto en penumbra sin ni siquiera llamar a la puerta o pronunciar tímidamente mi nombre, simplemente abría la puerta de par en par -con tal violencia que ésta solía impactar contra la pared haciendo un ruido ignominioso-, encendía la lámpara del techo –la que más luz daba- y comenzaba recitar sus monsergas a todo volumen ante mi cuerpo indefenso que, enzarzado en una maraña de sudor, mantas y sábanas, se retorcía como una babosa moribunda. El despertar de mi sexualidad ocurrió de la segunda de éstas maneras.

Hubo un día soleado en mi pubertad en el que yo no sabía aún, ni había oído hablar jamás en ningún lugar, de lo que era una paja. Aquel día primaveral estaba yo esperando en la cola del comedor del colegio a que nos diesen el almuerzo, cuando dos de mis mejores amigos sembraron en mí sin ningún pudor la semilla de la duda. N. nos contó un chiste a A. y a mí, que escuchábamos siempre interesados sus historias: un hombre va caminando por la calle y se topa con un buzón de correos en el que se lee “Correos”. Y entonces el hombre se hace una paja allí delante. A., que, al parecer era más experimentado que yo, se carcajeó durante un buen rato pero yo me quedé frío ante aquella demostración incomprensible de humor. Más adelante comprendí que “correos” es el imperativo del verbo “correr”, equivalente en jerga a “eyacular” y que, de ésta manera, el amarillo cilindro postal plantado en medio de la calle incitaba a los viandantes al onanismo público. Ese era el chiste tal como debía ser entendido. Como yo por entonces no poseía estos útiles conocimientos sobre la vida, les pregunté a mis informados compañeros qué era una paja. Me explicaron pacientemente que era el proceso mediante el cual, frotándose el pene adelante y atrás, uno obtenía un gran placer sexual. Tienes que frotarla primero hacia atrás, me dijo A., y luego hacía delante. Y expulsarás un líquido –primero será agua- por la punta y se te acelerará la respiración. Yo recibí esta revelación con una mezcla de asombro y de miedo. Me parecía una cosa rarísima pero, sin duda, tenía que probarlo. Esa misma tarde, tras salir del colegio, me senté en el inodoro de mi casa –como me habían recomendado mis amigos- y procedí a practicarme mi primera paja. Me agarré el miembro con mi por entonces todavía inocente mano derecha e hice lo que me habían indicado: lo froté una vez hacia atrás y otra hacia delante. Una vez hecho esto solté emocionado mi pene y esperé, mirándolo con cierto escepticismo, a que todo aquello que me habían prometido se cumpliese. Esperé la respiración acelerada, esperé el sístole y diástole loco de mi corazón, esperé la secreción de misteriosos líquidos y esperé con ansia el placer total. Pero nada de eso llegó. Decidí entonces dejar el cuarto de baño y regresar a mi habitación, pensando que tal vez debía de esperar más. Pasaron los minutos y las horas y nada llegó. Al caer la noche lo intenté de nuevo sin resultado. Tres veces más.

Al día siguiente cuando conté en el colegio que me había hecho cuatro pajas no sabían si tomarme por un loco o por un dios de la virilidad. Después de unos instantes de confusión y revuelo expliqué minuciosamente como había procedido para masturbarme cuatro veces en un intervalo de tiempo tan corto. Cuando se descubrió que mis presuntas pajas consistían en una sola oscilación genital, en un pasito p’alante y otro pasito p’atrás, reinó la hilaridad. Me explicaron entonces que debía perseverar en el frotamiento y que así, al cabo de un rato y progresivamente, comenzaría a experimentar los síntomas ya citados, que culminarían en una gloriosa y flamante primera eyaculación -o corrida-. Mi primer orgasmo no tardó en llegar, días después, mientras mamá dormía la siesta en su habitación y en la tele emitían una corrida de toros. Y he de decir que se abrió ante mí un mundo fascinante. Pero eso ya es otra historia. Disfruten.

viernes, octubre 27, 2006

Yo soy la Juani

El día que cumplí veinticinco años (26-06-05) fue un día aciago por varias razones. Aparte del desasosiego causado por algunas opiniones que aseguraban que en ese momento comenzaba el declive físico del individuo (pérdida de pelo, piel menos firme, menor ángulo de erección) estaba sumido en la convocatoria de junio y tenía examen al día siguiente, al otro y al de más allá, y por tanto, no podía extraviarme en una retahíla de celebraciones autodestructivas. Llegué a mi confortable casa de Ópera –cuánto añoro su calefacción en los duros días de invierno- al anochecer, tras un día de duro estudio en la biblioteca, ebrio de ecuaciones y conocimiento, avanzando con dificultad entre las luces anaranjadas de las farolas y el calor, como si el ambiente fuera de gelatina. Cuando, frente al portal, bajé la cabeza con gesto derrotado para elegir la llave que abría aquella puerta de entre todas las llaves que había en la palma de mi mano, descubrí sorprendido, un poco más abajo, sobre el escalón del portal, una pequeña cartera que alguien debía haber perdido o abandonado. Ese debía ser mi único regalo de cumpleaños, pensé.

La cartera, una de esas de hilo de colores con algún símbolo esotérico o jipi que se venden en mercados de artesanía y que la gente suele utilizar para guardar el hachís, el papel de fumar u otras sustancias ilícitas –la droga en estos días es un valor a la alza-, resultó pertenecer, a juzgar por lo contenía, a una tal Verónica. Esparcí todo lo que había allí dentro sobre la mesa de la cocina: un dni, una tarjeta de videoclub, otra del banco, un carnet de gimnasio…, y pensé que era fácil reconstruir la vida de una persona en base a lo que uno encontrase dentro de su cartera, de igual manera que se puede conocer a alguien completamente urgando en su basura. La chica que me miraba desde la foto del dni era guapa y de aspecto moderno, tenía el pelo recogido, un flequillo cuadrado de esos que tanto se estilan ahora y entonces, y dos grandes pendientes de aro plateados que muy bien podrían pertenecer a una flamenca. Verónica tenía unos 22 años y vivía al norte de Madrid, en la zona rica que yo casi nunca piso, según pude comprobar tras buscar la dirección que figuraba en su carnet en un plano de Madrid incluido en la guía telefónica. También sabía que hacía ejercicio y que veía películas alquiladas; por supuesto, su gimnasio y su videoclub estaban en su barrio. Pero lo que me permitió localizarla finalmente fue una nota de papel cuadriculado y arrugado donde se leía garabateado un número de teléfono y un nombre presumiblemente extranjero, Romana o algo así. Al día siguiente telefoneé a ese número y al otro lado de la línea se escuchó una voz efectivamente extranjera. Traté de explicarle que había hallado fortuitamente la cartera de Verónica en la calle y que no la conocía, pero que si ella podía facilitarme el teléfono de la chica yo haría lo posible por devolvérsela. Romana, o como se llamara aquella mujer, pareció confusa en un primer momento, como si no entendiese nada o no conociese a Verónica. De pronto parecieron aclarársele las ideas y recordó –o eso me pareció a mí- de quién le estaba yo hablando. Posteriormente Verónica me explicaría que Romana –o lo que sea- y ella se habían conocido justamente el fin de semana anterior y que no eran amigas, lo que tal vez explicase el despiste de mi interlocutora.

Tras mi ardua investigación y con el número que me proporcionó Romana pude contactar con Verónica, que se mostró agradecida y encantada de concertar una cita conmigo el jueves siguiente –creo recordar- en un bar de la Puerta del Sol para recuperar su cartera. Ese día por la mañana la luz atravesaba el mundo y había una huelga de taxistas que se manifestaban por la calles del centro tocando el claxon para llamar la atención sobre sus reivindicaciones. Una vez en la Puerta del Sol y, algo aturdido por lo pitidos, llegó la duda: habíamos quedado en un bar con nombre caribeño o tropical y allí había dos, el Jamaica y el Hawai. Entré en ambos intentando reconocer a Verónica en la barra o en alguna mesa, pero resultaba harto difícil con la única foto de la que disponía. Así que, después de algún momento de indecisión, pedí una cerveza en el Hawai, que me parecía más amplio y luminoso. Al cabo de unos minutos, en los que me sumí en la lectura de no se qué, apareció en el bar una joven con vestido florido y primaveral y media melena, un aspecto algo más recatado del que yo había imaginado a juzgar por la foto del dni, en la que mostraba gesto duro y ceño fruncido. Aún así la reconocí al instante y ella a mí, pues me levante del taburete escrutándola con la mirada. Verónica era sonriente y había elegido la opción inversa a la mía: estaba en el Jamaica aunque, afortunadamente, se había dado cuenta de la ambigüedad de la cita y había decidido pasar por el Hawai por si yo estaba allí. Así que, como yo ya había acabado mi consumición, regresamos a donde ella estaba. Me sorprendió, al llegar a la mesa donde se había instalado, ver, al lado de la caña demediada que había pedido, un libro autobiográfico de Gonzalo Suárez, en cuya portada aparece él de joven luciendo una hermosa barba y una profusa melena. Por ahí comenzó la conversación, le expliqué que Gonzalo nació en Oviedo, como un servidor, y que además, y curiosamente, vivía actualmente en mi misma manzana, en Ópera, por la parte de atrás, cerca del monasterio de la Encarnación y que regularmente le veía por las calles del barrio donde siempre tentaba la posibilidad de decirle algo pero nunca le decía nada, de pura vergüenza. Ella confesó no conocerlo aún mucho pero aseguró que el libro le estaba gustando. Además me contó que era actriz y que actuaba en la obra Inferno basada en la Divina Comedia del divino Dante. Yo extendí sobre la mesa todas mis virtudes como escritor diletante y físico en ciernes, y caña tras caña hablamos de ciento un mil cosas, como el mercado inmobiliario, los after hours más desaconsejables o la difícil carrera del que quiere abrirse un camino en el mundo de la interpretación. Sinceramente, y aunque Verónica parecía extrovertida y echada p’alante, la visualicé en un negro futuro plagado de barras de bar y castings, como tantas otras chicas simpáticas y bonitas, trabajando como camarera eternamente en busca de su gran papel en una publicitada producción del cine patrio, tal vez un papel secundario. Tras cinco o seis y cañas y tras compartir la última la acompañé a Callao –ella tenía que visitar a su agente- y prometimos volvernos a ver, intercambiamos los teléfonos –yo ya tenía el suyo-, apalabramos un par de fiestas que uno y otro vislumbrábamos en el horizonte. La realidad, como suele pasar, fue que cruzamos un par de mensajes en las semanas siguientes y lo prometido se disolvió en la marea del tiempo y nunca, nunca más nos volvimos a ver.

Cómo de grande fue mi sorpresa cuando, viendo el trailer de la nueva peli de Bigas Luna, “Yo soy la Juani”, descubrí asombrado que la nueva gran promesa del cine nacional y la chica que posa en pose provocativa en los gigantescos carteles de la Gran Via –el mismo rostro de gesto duro que vi en su dni-, no es otra que Verónica, Verónica Echegui, la chica cuya cartera yo salvé del abismo del olvido y que ahora llena las páginas de los periódicos y la revistas de tendencias gratuitas que reparten en los lugares más tendenciosos. Y fantaseé entonces con la posibilidad de que Verónica se convierta en una gran estrella, la más rutilante de la historia española, como Marilyn o Audrey Hepburn, y que en el futuro se imprima su rostro en bolsos y camisetas y la gente la considere un mito, y su memoria persevere generaciones y generaciones, pero al fin y al cabo yo sepa que es una persona de carne y hueso, que duda y que pierde carteras y que se cita con los que se las encuentran, e imaginé también haber vivido en otro tiempo y haber coincidido en clase, en la escuela, con Sofía Loren, o haber jugado en mi pueblo con Grace Kelly al escondite, y saber que todos y cada uno de los dioses tienen los pies de barro, y mocos, y legañas cuando se despiertan después de una mala noche y, además, resaca.

jueves, octubre 26, 2006

Pequeña autobiografía intelectual


Ay, que bien frecuentar la Facultad de Filosofía para cursar mis minuciosamente elegidas asignaturas de libre elección y comprobar que es una Facultad de verdad, que huele a añejo y que es fea y amarilla y tiene las paredes cubiertas de planchas de madera marrón oscura –yo siempre asocié este tipo de madera al pensamiento e imaginaba a Einstein o a Nietzsche dictando clases magistrales en sitios semejantes repletos de humo-; no como la mía – la de Física- que recién reformada parece el Corte Inglés o un tanatorio de reciente construcción, con sus suelos de mármol y su moderna cafetería y donde, al acercarse a la ventanilla de secretaría, más bien parece que vas a hacer un ingreso en Caja Madrid o a pedir un Happy Meal en el McDonalds, aunque sea solo por el juguete de regalo, que era por lo que lo pedíamos. La Facultad de Filosofía es una facultad de verdad, como las que yo imaginaba de niño –cuando comía, insensato, hamburguesas-, o las que veía en la tele, donde huele a partes iguales a rancio y a conocimiento, y la gente pierde el tiempo en la taberna haciendo planes para cambiar el mundo o ideando revistas literarias o subversivas, y las alumnas son regordetas pero hermosas y usan gafas de pasta para ver más allá de donde ven los demás, porque ellas se saben a Hegel y a Marx, y ellos saben Lógica y Ética y lucen estilosas medias melenas, jerseys de lana y perillas, y todos con pañuelos por el cuello y fumando de liar. ¿Saben? yo siempre me considere de letras –o de Humanidades como dicen ahora-, y siempre se me dieron mal, fatal, las matemáticas, pero como se me daba bien la ciencia y no había que empollar tanto, ni echarle horas, sino deducir, inducir y entender, acabé eligiendo ciencias puras en el bachillerato y finalmente Astrofísica como carrera, inspirado por los documentales sobre el Cosmos que Carl Sagan presentaba en las sobremesas de la 2. Así acabé estudiando esta cosa, que resultó –como todo supongo- menos excitante de lo que en principio yo imaginé, aun así siempre me sentí un estudiante de filosofía frustrado. Lo cierto es que, ya pensando como un adulto, la Física ofrecía más salidas –dicen que no hay paro- y la Filosofía era más bien un callejón sin salida, razón por la cual se instaló en mí una suerte de fascinación por aquellos que, ajenos a los dictados de Capital y del mercado laboral, habían elegido el camino hacia el abismo, valorando más el pensamiento abstracto que la futura estabilidad económica. Así que en tercero de Física, en un arrebato de intelectualidad y coincidiendo con mi traslado desde la nublada y entrañable Asturias al salvaje y soleado Madrid, decidí simultanear estudios, esto es, estudiaría lo mío presencialmente y la Filosofía a distancia, por la UNED. El resultado, tras un año, fue el previsible, un desastre académico y una crisis de identidad galopante. Ahora cuando visito la Facultad de Filosofía mi sentimiento es la mezcla del que deben sentir el desertor del ejército y el niño que va a Disneylandia, y mato el tiempo entre las clases leyendo los programas de las asignaturas y los resultados de los exámenes en los tablones, como si eso fuera conmigo, y a veces rezo secretamente para que ninguno de los que tuvieron el valor de elegir ese camino me identifique como infiltrado, un cobarde o un extraño.

Cada día anochece más temprano.

domingo, octubre 22, 2006

Coche

Papá era calvo y tenía una barba canosa y vestía con una horrible cazadora amarillo salmonela y olía siempre a ginebra. El coche de papá, en cambio, olía siempre a tabaco y el aire allí dentro parecía más denso -como la atmósfera de algún planeta extraño y peligroso-; la tapicería, estampada en blanco y negro -ajedrezada- se veía amarillo nicotina y en el cenicero no cabían más colillas. Papá unos días me decía que era agente secreto de la policía y otros días me llevaba de bares y financiaba generosamente mis partidas a los videojuegos mientras él, acodado en la barra, se ponía tibio a Gordons tónica. Papá desapareció un día y ya no tuve que esconderme más por las calles de Oviedo, buscando las esquinas y bajando la cabeza, de regreso a casa; o sorprenderme cuando le veía plantado muy erguido y orgulloso en la parada del autobús del colegio cuando mis compañeros me preguntaban, quién ese hombre raro que te espera, y yo intentaba decir algo pero no decía nada. O tener que soportar el desgarro de mi padre tirando de mí por una manga y mi madre y mi tía a dúo por la otra, y sentir mis brazos en cruz como un pelele crucificado al que algún día iban a partir salomónicamente por la justa mitad. Tengo la patria potestad, decía papá, es mi derecho, y yo no entendía nada, porque aquellas palabras, patria potestad, me sonaban absurdas y anodinas, sobre todo potestad, porque patria sí lo entendía, aunque ahora, más viejo, ya no lo entiendo. Lo cierto es que pensábamos que su desaparición se debía a un viaje a Algeciras, su tierra natal, donde habitaba su (¿mí?) familia, constituida básicamente por un tropel de suicidas, contrabandistas, esquizofrénicos y alcohólicos. Nunca pensamos que había muerto.

De lo de la muerte nos enteramos meses después, nueve tal vez. La casera del pequeño apartamento en el que vivía, aledaño a mi casa, al final de un pasillo largo y oscuro, y consistente en habitación, baño y un salón cocina en el que ambas estancias se separaban por una puerta corrediza plegable que imitaba a la madera -pero que era de plástico malo-, dejó un día de recibir el pago mensual por el alquiler. Al cabo de unos meses, cuatro o así, y en vista de la ausencia injustificada de mi padre, decidió entrar con su llave en el inmueble. La sorpresa fue mayúscula o superlativa al descubrir que mi padre no se había ido a Algeciras ni a Tombuctú ni a ninguna parte, simplemente se había tumbado una noche cualquiera –presumiblemente tarde, amaneciendo y muy cocido- en su cama de noventa a esperar lo inesperado -pero bastante esperable-, un infarto de miocardio –el corazón, el corazón- que le dejó seco -literalmente- allí tumbado y que impidió que pagara la renta a la casera durante los meses siguientes, y que también impidió que me invitara en adelante a su casa a ver el fútbol merendando canapés de atún con mayonesa sobre pan recién hecho que comprábamos en la panadería de abajo, y también que me esperara en la parada del autobús del cole con gesto orgulloso o que tirara de la manga de mi cazadora que mi madre y mi tía dejaban libre tirando al mismo tiempo del otro lado, porque él tenía la patria potestad y yo no entendía nada, como Jesucristo en el Gólgota clamándole al cielo.

Todo esto llegó a mis oídos, y nunca mejor dicho, una noche en la que, contando catorce primaveras, abandoné mi habitación sigiloso en mitad del sueño para echar una meada. En la cocina, contigua al servicio, aún se mantenían despiertas mi madre y mi tía, que había decidido visitarnos a esas horas intempestivas. Mientas mi orina iba cayendo en el agua del inodoro pude oír, entremezclado con el ruido del agua cayendo sobre el agua, como mi tía le relataba a mamá la historia. Luis ha muerto, dijo, y yo lo oí y oí también algunos detalles, porque aunque se pueda dejar de ver no se puede dejar de escuchar pues los oídos no tiene párpados ni nada que los separe de lo que existe ni nada que los preserve del horror o de lo real, que viene a ser lo mismo, los oídos son honestos y no pueden esconder lo que ocurre al que los posee. Yo volví a mi habitación algo turbado y, contrariamente a lo esperado, concilié el sueño sin dificultad. Al día siguiente, al despertar, digerí la situación y le dije a mi madre, mamá, sé que papá ha muerto, y después me reí, y con aquella risa quería simplemente expresar que no deseaba ser objeto de lástima o de pena o de nada. No quise ser una víctima ni quise ver los ojos piadosos de mis familiares posándose en mí. Reí como diciendo no os preocupéis, aquí no pasa nada. Nada pasa. La muerte de papá supuso un impacto más filosófico que emotivo pues lo cierto es que me libraba de la tristeza de soportar a un padre alcoholizado y plasta, y de las comidillas de los compañeros y de las miradas de pena de los adultos que estaban al tanto de mi problemática. El cadáver de papá fue misteriosamente trasladado a su tierra y enterrado o incinerado y sus cenizas, tal vez, esparcidas por las aguas del atlántico o del mediterráneo, quién sabe, y nadie nos avisó a mi o a mi madre o a mi tía o a nadie de la familia, de tal manera que aún desconozco donde reposan sus restos o si estos reposan en paz.

El coche de mi padre, un Ford Fiesta metalizado y con múltiples abolladuras en su carrocería, permaneció aparcado en una calle cercana a la mía durante meses y cada vez que pasaba por allí me asomaba a su interior y posaba las yemas de mis dedos en la ventana y me preguntaba si allí dentro seguía encerrado aquel aire saturado de humo o si su aliento todavía seguía contenido en aquel coche y también si todas las palabras que en algunos viajes me había dicho todavía revoloteaban por allí sin oídos distraídos que las acogieran. El coche finalmente desapareció envuelto en el mismo misterio en el que desapareció él mismo –papá- o su cuerpo inerte, tal vez se los había llevado la grúa municipal, a ambos. Todavía podría ir a allí, a la calle donde estaba el coche aparcado –que han peatonalizado quizás en honor de papá-, y señalar aquel sitio exacto con el dedo.

martes, octubre 17, 2006

Manzana

¿Recuerdas que amabas los manzanos y lo habías olvidado? Y yo bajaba la vereda con la fruta entre las manos, brillante, verde y soleada. Madre, enséñame qué cosas son las buenas. Y por allí caía el valle y en él los prados de los bueyes y el abuelo, que se parecían tanto. Y abajo la casa oscura de la vieja tía Práxedes que no moría nunca y olía a antiguo y a tierra y a humedad y no tenía ni luz ni agua corriente y parecía de otro mundo. Su rostro lo surcaba un dédalo de líneas subcutáneas. Hijo, las cosas buenas de la vida serán las que tu quieras que lo sean. Solo tienes que cogerlas con las manos y morderlas.

lunes, octubre 09, 2006

Plan de fomento de la lectura

Fue estupendo descubrir que los cuatro tipos que ocupábamos los asientos de ese flamante vagón de la recién estrenada línea tres de metro teníamos buen gusto literario o que teníamos, al menos, gusto literario fuera como fuese. El más molón sin duda un grueso volumen en edición inglesa e ilustrada de Alice in wonderland de Lewis Carrol, aunque tampoco se quedaba a la zaga la más modesta edición de bolsillo de La espuma de los días de Boris Vian que sujetaba entre sus escuálidas manos el tipo sentado al lado del primero. Por lo demás enfrente de mí un calvo cercano a los cuarenta se ocupaba en algo de Mario Vargas Llosa mientras yo, cuarto y último, aparte de registrar todo esto, trataba de no perder el hilo de un Antonio Muñoz Molina corto y divertido que me ha dejado Ana. La quinta en discordia no completaba el póker sino que era una mujer bien madurita y sin libro, sentada entre Boris Vian y Vargas Llosa, que me escudriñaba ávidamente tras sus pequeñas gafas de sol de lente redonda manteniendo una postura digna y erguida; yo sentía como sus ojos leían en mí como si mi cuerpo fuera un libro o un poema y estuviera recubierto de palabras aquí y allá, en las manos, en el pelo, en el pecho, en las mejillas, y cada vez que yo interceptaba su mirada con la mía ella movía rápidamente sus ojos huidizos para enfocar hierática al frente, tratando de disimular su lascivia menopáusica, hasta que de nuevo me sumía en la lectura para después de un rato levantar instintivamente la cabeza y encontrar otra vez a la mujer observándome y disimulando. Me pregunté qué pensarían sus hijos, probablemente de mi edad, de aquello y me pregunté también si dado el caso me llamarían Txe o simplemente papá, e iríamos juntos de copas, e imagine vívidamente su cuerpo pálido y enjuto, y su ropa ocre y anodina tirada por el suelo y sus gafas y sus joyas esperando sobre la mesita de noche. Y sentí desagrado y repulsión por aquella mujer que nada leía en un vagón tan literario y que solo simulaba mirar al frente distraída, pero después, perdido entre las líneas de mi libro, experimenté cierta pena y nostalgia adelantada, pues seguramente a esas alturas se echan de menos el ángulo de erección y la algarabía de la juventud desenfrenada.

miércoles, octubre 04, 2006

Otoño, Madrid

Temo a este otoño como los cazadores temen a los osos cavernarios, como temen los niños listos los rostros de las muñecas de porcelana, como temen las beatas enlutadas los poderes luciferinos, como quien teme a la enfermedad y a la muerte. El otoño viene cortando cabezas y estoy muy asustado.

Yo amaba las flores y las danzas del estío.

No es que me entristezcan las grietas grises del asfalto ni los paseos encorvados de los ancianos de este barrio. No es que vea a los niños jugando delante de mi portal con balones y bicicletas ajenos a esta tragedia y piense, ilusos, no siempre es así. No es que Perséfone regrese a su rapto infernal y a su paso el mundo muera y languidezca de nuevo y las hojas se caigan y los cielos se nublen de plomo. No es solo que quejarme en Octubre me parezca estéticamente perfecto y que tu garganta supure pus y tu cuerpo aterciopelado tiemble lejos en la sierra y tengas frío. Es todo esto junto, revuelto, y mucho más.

jueves, septiembre 28, 2006

Y entonces la habitación se tornó en caverna y el silencio ocupó el espacio como una gelatina blanda y espesa, y era difícil para las cosas moverse, y se difuminaban las formas, y la vida y todas las cosas que ella contiene parecían tontas, inútiles y sin sentido y no lograban abrirse paso. La garganta seca.

Tú desnuda y tu cuerpo crepitando como los tambores de una tribu de indígenas con piel de ébano perdida en las selvas del África central tocando rituales de muerte. Imagino tu cuerpo pintado con pintura roja adornado con collares y colmillos de animales salvajes y conchas recogidas en la orilla de las playas de agua cristalina donde sopla un viento de sal. Imagino a una pantera morado oscuro agazapada en la espesura preparada para dar un salto y las garras esperando a desgarrar la carne y recibir la sangre. E imagino unos dioses paganos iracundos condenándonos con su dedo acusador y sus dientes amarillos y el hedor y su furia desatada mostrándonos un infierno de humo y sudor.

El atardecer nos cubre como la piel de un oso y se prepara una batalla. Las palabras se alejan como aves migratorias tomando la ruta errónea. Los soldados se arrastran por pasadizos subterráneos con el pecho desnudo.

Y después, el desprecio.

martes, septiembre 26, 2006

El sol

Y la madre de mi amigo cada vez se muere más deprisa. A veces la muerte llega en días soleados como éste. Y mi amigo se asoma por la puerta de mi habitación con los ojos húmedos y dice que se va. Y me pide algo de dinero para el autobús. Yo le doy un puñado de billetes que rebusco en mi cartera. Con esto servirá, dice. Gracias. Y su voz suena temblorosa. Cruzará media España en autobús. Viendo como el sol se hunde cada vez más en el oeste. Ocho horas para pensar. Una parada en un área de servicio. Tres peajes. Las metástasis pueden ser más rápidas que las autopistas. Y mientras la mente se mantiene lúcida el desastre va creciendo dentro de ti. Célula a célula. Segundo a segundo. Invadiéndolo todo. En silencio. La vida es una carrera hacia un abismo. Algunos corren mucho más rápido. Y a veces las velas se apagan de repente. Una ráfaga de viento. La verdad es que hoy hace un día estupendo y todo parece florecer. Las hojas verdes de los árboles mecidas por el viento. Susurrando. El aire cálido. El suave bullicio en las calles. Las terrazas. Pero yo solo deseo beber cerveza y fumar toda la tarde. Tendido en la cama. Bajar la persiana hasta la mitad. Penumbra. Fregar los platos, tal vez. Hasta que anochezca. Y el mundo ya no parezca un lugar tan hipócrita. Ni tan tristemente irónico.

jueves, septiembre 21, 2006

Acoso

Había una chica en el colegio que se llamaba Lucía Villa Torres. Tenía los ojos verdes y grandes. Verde esmeralda. Tenía el pelo negro azabache. Tenía la nariz un poco aguileña. Pero no tenía amigos. Lucía era la hija de una de las cocineras. Aquellas mujeres de aspecto proletario que trabajaban en la gran cocina industrial del colegio. El menú era bastante irregular. Las lentejas estaban buenas. Y la tortilla de patata. Había un plato de pasta con nata que los alumnos habíamos apodado como Puta Mierda Blanca. Y aún así nos encantaba. Luego había otros platos asquerosos. Todos ellos eran preparados por aquellas mujeres maduras vestidas de rosa en las ollas gigantescas de la cocina. Que tenía los techos altísimos. Y en cuyo suelo de baldosas amarillentas era fácil resbalar. Porque estaba siempre húmedo.

Recuerdo a Lucía de niña corriendo detrás de nosotros. Lucía tiene la peste. Si te toca Lucía te pega la peste. Corríamos en desbandada como si aquello fuera un encierro y ella fuera la bestia. Era extraño ver como Lucía conservaba la sonrisa cuando nos perseguía. Portando la peste que alguien le había diagnosticado.

Lucía era una pringada. Cuando yo ingresé en el colegio, a los cinco años, Lucía ya llevaba dos años allí. Y ya era una pringada. Así, tan joven. No sé quién decidió aquello. O si Lucía había nacido ya con esa condición. El caso es que la realidad era esa.

Recuerdo a Lucía cuando teníamos diez años. Acurrucada sola debajo de un árbol durante los recreos. Ensartando pequeñas margaritas en un palo. Como si fuera un pincho moruno de flores. Recuerdo a Lucía jugando sola con los bichos que cazaba. Las arañas. Los bichos bola. Sentada al borde de la calzada. A los trece. Recuerdo a Lucía paseando sola por el colegio a media mañana. Y ya éramos adolescentes. Y la veíamos pasar sentados en los bancos. Recuerdo a Lucía quedándose sola en la clase durante los ratos libres. Sentada en su pupitre. Garabateando en papelitos. En la penumbra. Murmurando. En el silencio.

Algunas veces me tocó sentarme al lado de Lucía durante algunas clases. Lucía parecía una chica normal. Tenía un estuche de tela cilíndrico repleto de rotuladores de colores. Y fluorescentes. Cuando escribía –con la zurda- se mordía suavemente la lengua con el lado izquierdo de la mandíbula. A veces se volvía hacia mí y me dirigía la palabra. Y era sonriente. Y tenía algo en los ojos que parecía esperanza. Verde esmeralda. Y yo siempre la trataba cordialmente. Porque no veía motivo para todo aquello. Y nunca llegué a entender cual era el problema con Lucía.

Los profesores tampoco lo entendían. Durante los quince años que fue marginada sistemáticamente por, no solo un pequeño grupo de personas, sino por toda una clase, por todo un curso, por todo un colegio con cientos de alumnos, ellos trataron de encontrar soluciones. Le hacían irse de clase con cualquier excusa. Lucía vete a por los bocadillos. Lucía vete a por folios a secretaría. Y cuando Lucía se iba los profesores nos preguntaban qué ocurría. Cual era el problema con Lucía. Esta escena se repitió demasiadas veces durante toda nuestra vida escolar. Una vez un profesor nos hizo escribir a cada uno en un papel nuestra opinión al respecto. Luego se leyeron uno a uno. La mayoría escribió que no sabía lo que pasaba. Algunos pusieron que Lucía era una marginada. Que Lucía no hacía nada por tener amigos. Que Lucía era un bicho raro. Entonces ya teníamos diecisiete años. Y todo era mentira. Y Lucía lloraba cuando la ponían al corriente de aquellas reuniones.

Algunos dicen: los niños son así. Los niños son crueles. Es normal. En mis tiempos también pasaba. No. Lo que hicimos con Lucía fue un crimen. Algunos fueron criminales activos. Otros solo colaboramos con nuestra complicidad muda. Para que se haga el mal solo hace falta la indiferencia de la gente de bien, dicen. Lucía fue ignoraba por el mundo durante quince años ante nuestros ojos. Ocho horas al día inmersa en la más absoluta soledad. Hablando entre dientes. Contándose historias en las que todo iba mejor. Después de esto, cuando el colegio acabo y la vida continuó su curso Lucía Villa Torres fue vista regularmente por la ciudad. Con botas altas. Con minifalda. Y mucho maquillaje en la cara. Montada en las motos de tipos de aspecto peligroso. Parecía una mujer dura. Daba la impresión de que había olvidado todo aquello. Pero estoy seguro de que aún dolía la enorme herida que le habíamos inflingido. Y ya no había remedio. Pues la niñez había pasado por entre nuestros dedos. Como el viento del otoño.

martes, septiembre 19, 2006

Pasen y crean

Veo los solemnes actos conmemorativos de los atentados del 11S por televisión y pienso que hay infinitas violencias en este mundo, pero sobre todo dos violencias. Una es su violencia injusta y salvaje; incrustar dos aviones comerciales contra las torres más representativas de nuestro Imperio, o hacerse estallar en una discoteca de Tel Aviv repleta de gente, personas como nosotros, con los mismos peinados y las mismas ropas, con los mismos gustos y los mismos ídolos, con la piel del color de nuestra piel. La otra es nuestra violencia redentora, preventiva e inmaculada –porque Dios está de nuestra parte y en él confiamos-, bombardear países en la otra esquina del mundo cuyos nombres no conocíamos anteriormente y que la CNN nos presenta como lugares áridos y agrestes poblados por hombres barbudos y coléricos portando kalashnikovs de frío acero negro clamando venganza por sus muertos, que suelen llevar en lo alto de sus brazos por las calles. Sus muertos no tienen nombre ni cara, se contabilizan por numero: x muertos hoy en Irak, x muertos en los bombardeos al Líbano. En cambio nuestros muertos de piel clara tienen nombre y tienen rostro: el otro día, en los actos conmemorativos, se enunciaron todos sus nombres, varios miles y se pueden consultar en los monumentos a los caídos.

Cada vez que veo a alguien declarar en televisión que el Islam es una religión de paz no puedo hacer menos que reír o indignarme. Todas las religiones están hechas para la guerra, Jesucristo dijo venir con la espada y no con la palabra, la misma espada que Mahoma deseaba utilizar para extender sus doctrinas. Hay cientos de suras en el Corán que predican la guerra santa. El problema de las religiones del Libro es que las escrituras siempre se pueden interpretar como uno desee haciendo la correcta selección de citas. Son libros tan polivalentes que a veces llego a creer que fueron realmente dictados por una voz divina. Cualquier cosa puede ser justificada en virud a estos textos, cualquier creencia, por absurda que sea, puede ser respaldada por la Biblia, el Corán o el Talmud, pues son textos mil veces contradictorios y si aquí dice haz el amor, allí dice haz la guerra, y si aquí dice practica el Talión, allí dice pon la otra mejilla.

La religión sirve, fundamentalmente, para mortificar al cuerpo, confundir a la mente, castrar al espíritu y anular a la persona. Ahora las religiones, al menos aquí donde vivimos, son algo anecdótico –aunque nuestra cultura está profundamente traspasada por el judeocristianismo y aun siendo ateos no podamos huir de ciertas concepciones o costumbres que han ido calando hondo en el inconsciente colectivo durante siglos-, pero hubo un tiempo en que suponían un código de conducta total que impregnaba completamente la vida de los hombres: desde la vestimenta hasta la alimentación, la vida sexual o familiar, cualquier acto o pensamiento, a veces los textos sagrados indicaban incluso con qué mano debía el fiel limpiarse el culo.

Pero a lo que iba: la religión católica es la religión propia del mundo dominado pues donde hay ira ella predica templanza, y son bienaventurados los pobres y los que sufren, y los últimos serán los primeros y habrá justicia algún día, el día del Juicio Final, y Dios pondrá a cada cual en su lugar y en el Reino de los Cielos se cambiarán las tornas y todo cobrará sentido. El cristianismo es un proyecto para la muerte, para la vida después de la muerte, es decir, es un proyecto para la nada, una mentira. Pero resulta muy fácil dominar a las masas católicas pues les hemos hecho creer que algún día llegará la justicia. Lo mismo ocurre con las leyes kármicas de las filosofías orientales: el sufrimiento aquí y ahora es una deuda que tenemos de vidas anteriores y que hemos de pagar para seguir progresando en la rueda de reencarnaciones. Estas dos filosofías de resignación y mansedumbre fueron las que permitieron a Occidente, es decir, Estados Unidos, explotar sistemáticamente América Latina, Oriente y el resto del mundo sin problemas, excepto, claro está, los países islámicos que para nada entienden de bajar la cabeza y aceptar la dominación sino todo lo contrario, lo que a todas luces parece una postura mucho más digna, aún con todas sus infinitas miserias.

Por lo demás, yo no me declaro ateo sino más bien antiteo, es decir, no es que no crea en Dios, ni no que estoy en contra de la idea de Dios.

martes, septiembre 12, 2006

Aterrizaje

Y te quitas toda la ropa. Y te duermes tendida sobre la sábana verde. Yo me siento en la silla y al otro lado de la ventana se ve la noche. Poblada de luces de edificios lejanos. Y grúas. Y finas chimeneas. Y algunas estrellas. Que me hacen sentir el vértigo de las distancias intergalácticas. Y del vacío. Mientras todo lo demás es silencio. Así que fumo. Y el humo se dispersa lento -muy lento- por la estancia, atravesado por la luz amarilla de la lámpara vieja. Está aquí el aire en calma. Y tu cuerpo se hincha y se deshincha al ritmo suave de tu respiración. Y emites sonidos imperceptibles mientras tratas de lidiar en sueños con un exceso de alcohol. Y pienso, ¿sabes?, no tenemos por qué odiarnos. Y después pienso, no debemos tener miedo. El miedo nos paraliza y no nos deja ver. Nos nubla la vista y pronto la niebla alrededor nos hace creer que estamos solos y en peligro. Pero ahí está la superficie de tu espalda indicando el camino. Como una pista de aterrizaje iluminada. Y tus hombros poligonales. Y tus piernas que no se acaban. Cuando te desnudas el mundo toma la forma y el tamaño de tu cuerpo. Y ya no hay nada más. Y nada importa. Ni el vacío, ni el silencio, ni las distancias intergalácticas. Y me levanto de la silla y corro hacia ti. Como quien corre a refugiarse al calor de la lumbre de un hogar perdido en la tormenta.

jueves, septiembre 07, 2006

Música, por favor

Cómo definir esa sensación que me embarga cuando veo a esos triunfitos que sacan un disco de folk acompañados de una austera guitarra acústica y declaran que han grabado su trabajo más personal, que se han apartado del circo mediático y que han sabido digerir una experiencia televisiva de masas; o las camisetas estampadas y ceñidas que le ponían a Bisbal o a Busta cuando eran aún unos cachorros de la academia; esa horrible sensación que me provocan los famosos del corazón cuando recitan las virtudes de Alejandro Sanz, sin duda lo más de la música española, un verdadero genio, me encanta el Corazón Partío –y lo tatarean-; o el libro de sonetos de Sabina, o la gente que piensa que mola que te mole Sabina porque es un maldito y tiene unas letras preciosas y dice la palabra cocaína –¡oh!- y hasta se la metía –la droga, no la palabra-, pero ahora ya no porque ya no sale de noche y está reformado y blande un cigarro de plástico y visita a Sánchez Dragó; o los Estopa que son tan campechanos y que trabajaban en una fábrica en Cornellá y escuchaban jevi -vamos que son como tú y como yo, gente normal, aunque yo nunca he trabajado en una fábrica en Cornellá ni he escuchado jevi-; o el guitarrista de Amaral dejando bien clarito que Amaral son los dos, son el grupo, no solo ella sino él también, que es un gran compositor –pero ella está más buena-; o las caras que pone el cantante del Canto del Loco como si fuera un demente –que siempre queda muy punk y ellos quieren pasar por punks cañeros y escriben letras de contenido social como Zapatillas, que habla de la injusticia que supone que no te dejen entrar en la disco por tu calzado- y que le copió a aquellos Green Day de mediados de los noventa; o esos que se llaman Pignoise y que también van de punks pero son del barrio de Salamanca o algo así y jugaban en el Real Madrid y en el Rayo hasta que se lesionaron y se hicieron punk rockers –unas lesiones aciagas para la historia de la música, con lo bien que le daban patadas al esférico- y que ni siquiera se hacen bien las crestas; o los chicos de Pereza que aseguran ser muy roqueros pero luego se van de gira con los Hombres G y gente similar; o Andrés Calamaro declarando que cuando las Fuerzas de Seguridad del Estado interceptan un barco lleno de farlopa es una tragedia –tampoco seré yo el que lo niegue-, en fin, ese asquito que me produce el que la gente crea que Paulina Rubio sabe cantar cuando oyendo su voz se nota a la legua que es más propia de un rudo marinero tatuado o de un estibador que de la damisela supersexy que pretende ser,

Ups, al final se me olvidó hablar de música.

Vaya.

sábado, septiembre 02, 2006

De vuelta


Y regreso a Madrid después de casi dos meses inmerso en la desidia natural que sufro en Oviedo y todo sigue igual en casa, tal vez todo un poco más desordenado, y veo a Isaac que lleva todo el verano de rodríguez machaca, repartido entre dos curros y encerrado en casa como un Robinson Crusoe cañí y recibo la visita de Txavi que anda de tour por la piel de toro, y me llena de satisfacción ver un relato mío publicado en la revista Fábula ilustrado con unas fotos que no se de dónde han salido, y por fin me concentro en estudiar –ando ahora entre transistores y amplis y filtros y chips- y coincide todo esto con la última ola de calor del verano así que mantenemos las puertas del balcón abiertas y es como estar en la calle o en una terraza y ahí enfrente sigue el barrio de las Delicias y todos esos árboles que pronto amarillearan y después se quedarán desnudos, y casi sin darnos cuenta habrá llegado el invierno sórdido y cruel y tendremos que encender esa estufa de butano que da tanto miedo pero que calienta que es un primor. Pero por el momento disfrutemos del aquí y ahora, hic et nunc, carpe diem y todos esos latinajos, y olvidémonos de la estufa, pues no disfrutar porque vamos a sufrir es como suicidarse porque vamos a morir. Vamos, digo yo.


En la imagen el Autor sobre fondo rojo, divertido y orgulloso, de vuelta en su domicilio madrileño.

miércoles, agosto 30, 2006

Un truco

¿Cuándo sabes que tu hermana tiene la regla?

Cuando la polla de tu padre sabe a sangre.

domingo, agosto 27, 2006

Así

- Voy a un entierro, que ha muerto Pipi.
- ¿Pipi? ¿El de El Tizón?
- Sí, ese. Ha muerto. Me ha llamado Delia ahora para decirmelo, así que me voy al funeral, ahí, en San Juan.
- Bueno.
- ¿Y de qué habrá muerto?
- Pues supongo que de un infarto o algo así. Todo el día en los bares...
- Claro, todo el día bebiendo, bebiendo y bebiendo...
- Sí.
- Ay, no somos nada. Todavía estuvo la otra tarde ahí contándome chistes.
- Ya.
- Bueno, ¿qué quieres para comer? ¿Patatas fritas, huevos y carne?
- Vale.
- Pues tienes que ir pelando las patatas.

miércoles, agosto 23, 2006

Hermana

Recuerdo que era verano y la hierba era verde a la orilla del lago, y recuerdo tu cuerpo adentrándose en el agua hasta las rodillas y después deteniéndose un instante -estaba fría el agua-, agachándose para derramar un poco de agua sobre el vientre y tras la nuca, para tomar la temperatura, decidiéndose finalmente a zambullirse de cabeza, las manos juntas por delante y todo tu cuerpo sumergiéndose como un cuchillo caliente en la mantequilla, lo último los pies hundiéndose juntos y estirados, lo último que podía verse a este lado, y después de unos segundos tu cabecita de nuevo rompiendo la superficie plateada y emergiendo unos metros más allá y tus dos manos apartándote el pelo mojado de la cara y juntándolo detrás la cabeza a modo de coleta, quitándote el agua de los ojos. Recuerdo que no había ni una sola nube y recuerdo que nadabas de un lado para otro y nos saludabas a cada rato desde allí, haciendo señas con la mano, venid, el agua está riquísima, venid a nadar, pero nosotros -nuestros primos y yo- permanecíamos callados e inmóviles pues cuando tú nadabas ya no se hablaba de fútbol o de coches o de rifles o de caza, simplemente se miraba, con las bocas quietas y poco abiertas, arrancando nerviosamente algunas briznas de hierba con la mano, tratando de contener secretamente la revuelta que ocurría en la entrepierna. Lo mejor, recuerdo, era cuando ya te cansabas de nadar y decidías salir del agua, entonces caminabas con cuidado, titubeante, para no hacerte daño en los pies con las piedras de la orilla y tu cuerpo floreciente -¿cuantos? ¿doce? ¿trece años?- reaparecía poco a poco, paso a paso, cubierto de una fina pátina de agua que reflejaba la luz del sol haciendo más evidentes las superficies curvas de tu vientre y tus caderas o las cavidades cóncavas detrás de tus clavículas o tus pequeños pechos desnudos y había magia en aquello, hasta que llegaba mamá dando voces y nos sacaba del ensueño y se acababa el espectáculo en el que estábamos inmersos, como hechizados, pues a ella no le parecía nada bien que fueses mostrando así tus recién recibidos encantos, tus pezones duros por el frío, bañándote casi desnuda a tu edad -¿cuantos? ¿trece? ¿quince años?, al fin y al cabo su pequeña hija-, delante de mí y de todos nuestros primos sobretodo, porque mamá, desde luego, no era tonta, y sabía lo que había y lo que discurría por dentro de nuestras cabecitas.

jueves, agosto 17, 2006

Lo porno

Al final lo hicimos por nuestra cuenta, a nuestra manera, sin la ayuda de nadie, aunque mamá fuese progre, comprensiva y open-minded, y supiera pronunciar la equis en la palabra sexo -no como los curas que decían seso sin caer en la cuenta que eso era otra cosa, porque tal vez careciesen de tal cosa o la tuviesen pero no supìeran utilizarla-, y nos regalase la primera caja de preservativos -mamá- por si nos daba verguenza pedirselos al farmaceútico, y quisiera hablar de eso, de esa cosa extraña y ajena; aún así preferíamos conocer las cosas por libre, a nuestro ritmo, intercambiando informaciones secretas con nuestros iguales, aquellos descubrimientos que se propagaban de boca en boca por las esquinas más oscuras del colegio; y sobretodo la pornografía, nuestra gran maestra, recuerdo las primeras películas porno a las que accedimos, aquella en la que unos vaqueros enseñaban a montar a unas jóvenes en un rancho perdido en medio del oeste -y al final eran ellas las montadas- o aquella de un lechero que repartía cada mañana botellas de leche por las casas de un apacible vecindario y en cada chalet abría la puerta una mujer rubia que acababa de despedir a su marido que se iba al trabajo y no dudaba en arrodillarse ante el lechero y practicarle una felación allí mismo y en aquel preciso momento, en el porche de casa, ante la continúa sorpresa del repartidor que seguía asombrado aún cuando le ocurría lo mismo en todas las puertas y todos los días. Aprendimos de la mano de santas mujeres como Tracy Lords, Jenna Jameson -inolvidable Jenna-, Asia Carrera o Silvia Saint, mujeres vilipendiadas como guarras o como putas o inmorales, meros objetos de carne, cuando la realidad es que hicieron una labor social con nosotros que la sociedad -nuestra sociedad- desatendió, pues por entonces no había programas de buen rollo como ahora, ni era algo cool hablar de sexo en la tele, solo estaba la Dr. Ochoa que tenía un peinado de monja conversa y un traje de chaqueta que muy poca confianza o complicidad inspiraba, y aquel programa tan serio que ninguno de nosotros entendíamos, pues ya intuíamos por entonces que el sexo era una cosa que tenía más que ver con grandes pollas de plástico coloreado, condones de sabor tropical y pastillas afrodisíacas que con hombres trajeados debatiendo en aquel plató de color marrón mierda que tantos quebraderos de cabeza le trajo a Alianza Popular y a los obispos. Recuerdo la primera penetración anal que ví en un video de apenas veinte segundos, aquella hermosa mujer de cuerpo terso colocada a cuatro patas mientras un hombre con un poco de panza se la metía por el culo en una especie de puente de madera o algo parecido rodeado de un césped verde y perfecto, y la expresión inidentificable -¿qué era, era placer o era dolor o eran ambas cosas ala vez?¿qué significaban aquellos gemidos confusos?- en el rostro de aquella mujer de melena rizosa y avellana, y descubrir que había otras formas de sexualidad menos evidentes pero igual de interesantes, y la silueta de ambos, aquella perversa figura, recortada contra un cielo azul donde no había ni una sola nube que estropeara el lirismo de la escena y entonces me pregunté cómo lo hacían antaño cuando no había fotografía, ni cine, ni video y por tanto no había pornografía -tal vez solo en los versos picantes de algunos juglares y trobadores-, cómo hacían para aprender cosas nuevas, nuevas posturas, otros juegos, en la antiguedad clásica o en la Edad Media, tal vez solo practicaban el misionero o follaban a cuatro patas en los establos imitando a los caballos o a los cerdos o a los perros o a cualquier otro cuadrúpedo que hubiese en sus sucias granjas o en sus establos pues ellos no habían tenido tan buenas maestras, ni tan perversas, ni tan lascivas, ni tan hermosas y sacrificadas como nosotros, gracias.

miércoles, agosto 16, 2006

Procusto el estirador

Estaría bien que ustedes conocieran la historia de Procusto, aquel posadero del Ática obsesionado por la uniformidad en cuya posada, a la afueras de Eleusis, había una cama -el lecho de Procusto- en la que tendía a sus huéspedes o mejor, a sus vícitmas, y en la que les cortaba las extremidades si no cabían en la cama o les estiraba, con unos mecanismos diseñados a tal efecto, si eran más pequeños que las dimensiones del artefacto. La cama estaba encantada de tal forma que nunca nadie cabía exactamente, por arte de magia.

Y no es que haya locos o enanos o miopes, solo barras demasiado altas y carteles demasiado lejanos o escritos con letras demasiado pequeñas. O ideas -o voces susurrantes en el oido-demasiado geniales para ser entendidas y valoradas por el común de los mortales.

Finalmente se hizo justicia y Procusto recibió su merecido cuando el héroe Teseo, que venció al Minotauro en el laberinto de Dédalo, le tendió sobre su cama y le ajustó a su medida cercenándole los pies y la cabeza. Y por fin en los caminos del Ática se toleró la diferencia.

jueves, agosto 10, 2006

Queremos tanto a Julio

Encontré anoche mi primer volumen de relatos de Cortázar, que compré hace ya más de ocho años en aquella pequeña librería universitaria que hacía esquina enfrente de la Facultad y que estaba liquidando todo su material a bajo precio pues por entonces ya todos fotocopiábamos los libros de texto o los consultábamos gratuitamente en la biblioteca; y entre todo aquello que se vendía había algunos libros de la colección de bolsillo de Alianza -la antigua que tenía las tapas color sepia y que en aquel tiempo estaban cambiando por una nueva con un diseño distinto, más moderno, con las tapas en color- y entre aquellos libros hallé el tercer tomo de los cuentos completos, titulado Pasajes, que no dudé en llevarme por solo setecientas cincuenta pesetas de las de entonces -todavía se lee en la primera página, escrito a lápiz y con trazo distraído, 750-; recuerdo cómo me llenaba de satisfacción observar la cara de Julio impresa en la portada en blanco y negro, sus grandes dedos sujetando un purito encendido que acababa en sus labios, los ojos separados y las cejas juntas, su eterna barba, ese hermoso rostro compuesto por rasgos feos, el enorme cronopio, y cómo mientras esperaba a Marta Espeso sentado en la puerta de la facultad -su abrigo de piel con pelo, su pelo largo y rubio asomando bajo un gorro de lana verde- leí el primer relato del libro -también el primero que el escritor público: "Casa Tomada"- forzando la vista, iluminado únicamente por la luz una farola que lo teñía todo de naraja -pues, aunque era temprano también era invierno y anochecía pronto y hacía frío-, y cómo me sorprendió aquel relato y no pude dejar de preguntarme durante días quién había tomado aquella casa del cuento y por qué los ocupantes originarios no habían hecho nada por remediarlo y simplemente se habían ido y tirado la llave a una alcantarilla para que ningún pobre diablo pudiera entrar a robar.