viernes, diciembre 29, 2006

Cachito

"Cachito, cachito, cachito mío; pedazo de cielo que Dios me dio"

Estaría bien descuartizarte y comprobar que la belleza más perfecta habita solitaria en el interior de las personas y no en su profanada superficie; y que no existe nada más hermoso que una pareja de riñones en su jugo o la masculina solidez de un hígado cirrótico. Ven, no tengas miedo, toma mi mano que yo ya tomo con la otra un cuchillo de cocina: te partiré finamente en mil trocitos como tú te merecías y no habrá después pesabumbre ni tristeza pues nadie se marchita por un montón desordenado de fragmentos de otro cuerpo. Nadie llora, amor, al sumergir un hueso en un puchero y no hay luto ni dolor en el rostro curtido del charcutero.

jueves, diciembre 28, 2006

Centollo!

Que ya lo sabemos, que vale que la Navidad ha perdido su significación tradicional y ha girado hacia un consumismo exacerbado, esquizofrénico y monomaníaco, y tanto hemos avanzado en la secularización de estas fechas tan señaladas que hasta la crítica más radical (los que señalaban a estas fechas pero con desprecio y afectación) ha sido absorbida por el propio sistema navideño despojándola de todo sentido como, por otra parte, suele ocurrir con todo tipo de críticas contra el orden de cosas establecido. A día de hoy y a este lado de la galaxia lo más común es decir que odias la navidad, que la navidad es puro consumismo o que te pone triste, y la crítica puede venir tanto de un lado -las bases católicas ofendidas por la usurpación de la tradición a manos de El Corte Inglés y Sidra El Gaitero-, como de los sectores más progresistas que, tal como están las cosas, tendrían doble objetivo a derribar: la significación religiosa y el delirio comercial. Un servidor se encuentra en una tercera postura aún más común y es aquella que adopta el amante de los langostinos y que no puede dejar de amar la conmemoración del nacimiento de Cristo por el grado de identificación que ha llegado a tener esta efeméride con lo que viene a ser el simpático marisco al que le chupas la cabeza. Hay gente que se desespera por la hipocresía de estas épocas, que ya podía todo el año estar la gente tan preocupada por el bien del prójimo, la paz en países desconocidos que -dicen- que existen en África y el amor universal. A mi lo de dar la lata con los niños que se mueren de hambre y con cosas de ese tipo precisamente ahora me parece de un mal gusto mecánicocuántico, precisamente esos que pregonan el compromiso continuo -y no solo a fin de año- con la realidad del mundo, son los que solo se acuerdan de dar el coñazo ahora que estamos ocupados en el Holocausto del Centollo. Desde mi posición, digamos, cetárea, opino que en realidad los que piensan así no caen en la cuenta que, a estas alturas de la civilización, ya nadie se preocupa por la paz o por el amor al prójimo, más bien por el amor a poseer más cosas que el prójimo. Yo en cambio, hedonista irredento, me lamento de que solo en éstas èpocas del año la gente cubra su mesa de mariscos cuando deberían hacerlo a diario, y eso me parece la mayor hipocresía de estos quince días. Luego ya el asunto del cordero me da igual. Que lo disfruten y cuídense del ácido úrico.

martes, diciembre 26, 2006

?

Para ver como cambian las cosas basta con dejarse asombrar por las fotos viejas sentado en una esquina de la cama, o descubrir que han abierto una hamburguesería de plástico en el sitio donde solíamos quedar, o tocar con las yemas de los dedos los rostros de los amigos y que después te inviten a una copa. A veces mueren niños devastados por la leucemia o carcomidos por alguna enfermedad extraña de la que solo se conocen dos o tres casos en el país y sus padres en un intento inútil y desesperado - patético- por conservar su esencia mantienen la habitación del pequeño cadáver dispuesta tal y como estaba durante su corta existencia y cerrada a cal y canto. El hijo ya no está ahí, entre los peluches y el papel coloreado de las paredes, sino pudriéndose en un ataud pequeño y blanco, que es como se debe enterrar a los niños. La habitación, en cambio, permanece como una burbuja estática en la estructura del espaciotiempo y el aire dentro es cada vez más denso y pastoso pues el tiempo allí no pasa, como en el borde de un agujero negro.

Que la memoria es mentira y es mentira que viví mil años enredado como un títere en los finos hilos de la noche y que sucumbí una mañana de hielo al embrujo mágico de las palabras. Que los recuerdos no son algo resuelto y acabado sino que permanecen en constante revisión y que he llegado a recordar mentiras cien veces repetidas y hechos que nunca tuvieron lugar. Que la reminiscencia tiene la calidad de la fantasía o de la ficción y que tal vez todo aquello nunca ocurrió. Y que a veces sobreviene el olvido y hemos de enterrar a las caras y a las cosas y a los nombres de las cosas en cementerios sin nombre dentro de ataudes pequeños y blancos, que es como se debe de enterrar a los recuerdos. O quitarnos la vida arrojándonos a las espinas de un rosal.

sábado, diciembre 23, 2006

Que no estaba muerto, joder, que estaba de parranda.

Seis años de trayectos Asturias-Madrid y viceversa en autobús dan para mucho, y puedo asegurar que yo no sería el mismo si no fuera por las personas que han viajado conmigo y que me han servido como modelo en tantos viajes. Modelos a no seguir, claro, como Pascual Duarte. El viaje de ayer fue, aún así, bastante notable teniendo en cuenta la extrema densidad de personas que había en el autocar y su delirio prenavideño. La que más me incomodó, sin duda, fue esa vieja que viajaba detrás de mí gritando periódicamente como una hiena histérica a un interlocutor telefónico que debía de ser su hijo tonto o su marido. Las señoras mayores van por ahí avasallando como si el mundo se acabara mañana: tratan de saltarse todas las colas, te sacan los ojos con el paraguas en los días de lluvia y comen pasteles compulsivamente los domigos después de salir de misa. Son precisamente los párrocos los que les dan su fuerza y su coartada moral todos los fines de semana desde los púlpitos y luego ellas se pasean toda la semana con el mismo gesto altivo que debía de lucir Napoleón subido a una colina antes de ser derrotado en Waterloo. Yo, en cambio, ayer me sentía un poco Pessoa, un poco Sábato y un poco Naranjito, por aquello de que tengo mucho jugo y me sentía especialmente ácido, y también porque somos casi casi de la misma quinta, qué coño. Aparte de la vieja chillona había dos chavales pijos un poco más jóvenes que un servidor que amenizaron el viaje con sus charlas sobre tetas mientras trataban de organizar un botellón telefónicamente. Ahora los hijos de la burguesía se dejan el pelo largo como Jose María Aznar, por aquello de que las greñas no son solo patrimonio del progrerío y la roja y gualda es para todos los españoles. Odio a la Derecha no solo por sus ideas, sino también por los argumentos que utilizan para defenderlas, por su discurso zafio y por su idiosincracia estética. Mariano Rajoy es transexual y sus segundos de abordo, Acebes y Zaplana, parecen dos mafiosos de película o dos Legionarios de Cristo, que es lo que en realidad son, es decir, ultraderechistas peligrosos. A la Derecha hay que calumniarla incluso con las mayores mentiras -aunque ni siquiera es necesario y yo solo he dicho una: adivinen-. Lo que realmente mola son las ministras socialistas que siempre tienen sus mejores ideas cuando departen informalmente con los periodistas. El otro día una dijo que el movimiento okupa era un movimiento cultural y una forma alternativa de vida, así que infiero que en su juventud visitó los squats holandeses y londinenses y buscó la playa bajo los adoquines o, en versión más cañí, corrió delante de los grises. La otra dijo que deberían prohibir la muerte del toro en las corridas y no puedo estar más de acuerdo con ambas cosas, lamentablemente sus compañeros de partido pronto desmintieron que éstas fueran declaraciones institucionales. He de decir además que yo, como soy muy guerracivilista, estoy a favor de la memoria histórica y de abrir otra vez la brechas del pasado y abrir las tumbas y las fosas comunes de los arcenes de todas las carreteras regionales de España y de que haya guerras fraticidas, que queda todo como más dramático y luego da para producir novelas y películas durante un par de siglos, con todos los beneficios que eso le reporta a nuestra cultura. Ah, y no trato de ser irónico. En serio.

El asco que me produjeron la señora y los pijos fue compensado por un un hombre madurito e interesante que leía a Houllebecq en el asiento de delante y, sobretodo, por el conductor que, aunque llegó una hora tarde por el atasco tenía tal labia cuando hablaba por el micrófono que, tras su última intevención ya en las puertas de Oviedo, recibió una increíble ovación de parte de todos los viajeros. Fue un momento tan emocionante y exaltado que estuve a punto de llorar de alegría, pues hacía tiempo que no vivía nada tan hermoso. Cuando llegué a casa mi madre se había olvidado de dejarme la llaves debajo del felpudo -ya ven, con esas andamos- así que me refugié en casa de la TiaVicen, que aprovechó para amonestarme un poquito, lo habitual, y que me dejó ducharme el cuerpo humano. Después fui de cena con los amigos-de-toda-la-vida y continuamos comprobando como nos hacemos mayores. La noche acabó, como es norma, en los bares más modernos de la ciudad, donde bebimos como macacos y constatamos de nuevo que, aunque ya no vivamos aquí, seguimos siendo algunas de las personalidades más populares y atrayentes de la noche carbayona.

jueves, diciembre 14, 2006

Objetos perdidos

Butch Dillinger abre los ojos después de seis horas de sueño. Ella ya se ha levantado, tal vez unos minutos antes, y corretea alegre por la casa: abre las ventanas y entra el aire fresco, enciende la computadora y un cigarrillo. Butch abandona la cama y la busca para darle un beso y los buenos días. "Hace soool" dice ella mostrando una enorme sonrisa. Butch le mira los dientes y también sonríe, después preparan dos tazas de café en la cocina inundada de luz y las toman en silencio. Ella está en bragas, distraída, él observa sus piernas, su vientre, sus pechos. Tiene la piel dorada. Le gusta, le encanta. Cuando ambos terminan con el café, Butch posa su mano sobre el muslo de ella y suena un ligero chasquido: "hazme el amor", le dice separando muy poco los labios, susurrando en su oído; y de pronto en su cabeza ya está ella saltándole encima como una pantera y las llamas surgiendo entre sus cuerpos; él la muerde en cada recoveco, ella le quita la ropa desesperada, y ya son una maraña caliente de carne, aliento y sudor; todo esto en su cabeza, claro.

"No" responde ella (fuera de la imaginación de Butch) mientras busca con la mirada alguna otra cosa que la distraiga; como no hay nada alrededor, se levanta y abandona la estancia. Butch la observa alejarse por el pasillo con leve paso de gata y deja caer su peso muerto sobre el sofá. "El amor es una enfermedad degenerativa" le grita su cerebro provocándole una molesta agitación. "Cállate" dice Butch mientras, al mismo tiempo, intenta apaciguar a su polla que se ha declarado en rebeldía. Sí, es una rebelión, una dura batalla contra todo su cuerpo. Después de sofocar la revuelta con mano firme se levanta para buscar en los cajones, entre la ropa interior y las viejas fotos, la pasión que se les perdió. Debería andar por ahí, olvidada y amarillenta; tal vez ella la había escondido o confundido con basura y echado al cubo.

martes, diciembre 12, 2006

Zevilla. Puente. Ozú.

Lo primero que sorprende al incauto viajero que emprende viaje hacia tierras andaluzas es el precio del billete de ida y vuelta, tan solo 30 euros, cuando en los viajes a tierras norteñas puede llegar hasta los 50. Todo cobra sentido cuando uno se encuentra montado en un Socibus de color rosa que parece descuajaringarse en cada bache y que tiene una parada a mitad de trayecto en un lugar perdido llamado Guarromán, sobre el que evitaré hacer chistes fáciles. El puente de diciembre estaba construido sobre dos pilares inexistentes, o al menos metafísicos, a saber: uno, la posibilidad de que una mujer se quede encinta –del hijo de Dios (!)- sin haber practicado el acto sexual y otro, la sacrosanta Constitución Española. Y sobre este puente flotante en el vacío nos escapamos en tropel a Sevilla ocho madrileños de adopción que formamos un comando, pues, aunque no amamos ni a la Virgen ni a las Leyes, sí que amamos el disloque, el easy living y las manifestaciones culturales, festivas y gastronómicas de cada rincón de la piel de toro. En el autobús nos comimos dieciocho bocatas.

Sevilla tiene un color especial, como las paredes naranjas del diáfano salón de Rafita, excompañero de piso y amigo que acogió en su hogar al grueso del grupo. Los otros se hospedaron en las dos casas de Virginia, amiga y excompañera de piso, a la que pillamos en mitad de un traslado de un pequeño piso moderno y luminoso a una casita con dos plantas y jardín, en la que el último día celebramos una de esas fiestas matinales que tan bien se nos dan, acompañados de nativos de dudosa procedencia, que acabó en doble desastre, primero con la vecina que rozó el delirio con sus quejas a un impertérrito Guillermo que aguantó el chaparrón por todos nosotros, en plan Jesucristo, y más tarde con el anterior inquilino de la casa –y también amigo- que volvió por sorpresa y encontró a una pareja desnuda en el salón (a la que le arrebató la manta que les tapaba) y toda la basura que se produce en este tipo de reuniones cubriéndolo todo, y que llegó finalmente, en un ataque de ira, a intentar agredir a la nueva inquilina, Virginia, que tras éstos incidentes decidió llamar a la casera –madre del exinquilino a la sazón- y renunciar a ocupar la casa, que, por otra parte, era estupenda. Una lástima.

Pero dejemos los detalles sórdidos y vayamos a lo que importa: el sano compañerismo que desplegamos por las serpenteantes calles de Sevilla, que recorrimos incansables como hacendosas hormigas, el trazado laberíntico de la ciudad, los callejones tortuosos de la zona vieja –algunos tan estrechos como el pasillo de mi casa, otros ciegos, sin salida, otros con un bakala al fondo- que alivian del calor en verano y son herencia de la época árabe y judía -aunque hoy en día están plagados de imágenes cristianas por doquier-, la religiosidad de los sevillanos, el mercadillo de chatarra cercano a la Alameda y el yonqui esquizofrénico tratando de vender un traje de novia, el desvarío estético de los señoritos sevillanos de clase alta acudiendo a una boda, las toneladas de tapas y vinos que degustamos en numerosas tascas y terrazas –con mención especial a esa Bola Picante traída del mundo de la fantasía-, y los múltiples lugares de los-que-hay-que-ver que visitamos como buenos turistas: la giralda, la torre del oro, el parque de Maria Luisa, y la Plaza de España, donde cada uno se fotografió delante de los azulejos que allí hay representando a cada región española. También nos dedicamos, como digo, al ocio nocturno y a nuestras peculiares eucaristías, y el viernes nos embarcamos en la ardua empresa de ir a ver pinchar a James Holden –el niño prodigio de la electrónica de hoy en día- a una discoteca periférica de la ciudad, todo un viaje psiconaútico y danzístico que desembocó en la fiesta matutina antes mencionada y que nos llenó a todos y cada uno de nosotros de gozo y zozobra sensual.

La vuelta, que se alargó más de lo esperado por el atasco de la Operación Retorno, pero que pasé agradablemente leyendo los suplementos dominicales de los periódicos, nos sorprendió con la profunda pena por la muerte de Lauren Postigo, que siempre me había caído bien por su melena leonina y su evidente bondad, pero sobretodo por la boda zulú que celebró hace unos años y que me produjo una mezcla de hilaridad y admiración –aquel tanga- y la alegría por la muerte del general Pinochet – a pesar que se escaqueó de ser juzgado un fascista cadáver siempre le alegra a uno la jornada-, que daba mucho miedo sobre todo cuando llevaba gafas de sol y bigote y que con la ayuda de la CIA y el secretario Kissinger –responsable de todos los desastres latinoamericanos y todavía activo en la sombra- masacró a miles de chilenos y acabó con el que fue, probablemente, el proyecto socialista más prometedor de entre todos los que se ensayaron en aquel castigado continente. Ya saben, socialismo o barbarie.

Salud.

martes, diciembre 05, 2006

No me eche de menos

No me eche de menos, aquí el tiempo va pasando en las ventanas. ¿Sabe? coloqué un molinillo en el balcón. Es bonito, como una flor alegre y excesiva. Cada pétalo es de un color chillón. Se lo compré un domingo a una gitana vieja en el mercadillo. Pero es mejor que una flor, no tengo que regarlo ni darle ningún cuidado. Pasan los meses y sigue teniendo el mismo aspecto, no se marchita ni nada. Me hace compañía y no tengo sacarlo a pasear como a un perro. Es tan indiferente como un gato, y además no araña el sofá. Es también mejor que la tele, no idiotiza: lo miro y me hace pensar. En los días de viento gira veloz y toda la acuarela se funde en blanco; salgo al balcón y miro la calle, al lado de mi molinillo, el viento también revuelve mi pelo. Abajo la gente pasa, por las noches son pandillas que caminan erráticas dando gritos alegres, cantando, con botellas en la mano que alzan al cielo, celebrando. Pero yo me quedo en casa por las noches: enciendo las lámparas pequeñas y el salón se inunda de penumbra amarilla. Al menos los que pasan por la calle deben ver eso: las ventanas, la penumbra amarilla y el molinillo girando en la barandilla del balcón, chirriando levemente -creo que soy yo el único lo oye, tengo que ponerle aceite un día de estos, para que no chirríe. De vez en cuando Antonio pasa por aquí. Suena el timbre y yo me asomo al balcón, a ver quien llama. Él me saluda desde abajo con una bolsa de plástico en la mano. Trae vino y bebemos toda la noche. Me cuenta como le va con Laura. Me dicen que discuten, que no puede ser.
- No te preocupes. Ya pasará - le digo yo.
Él dice que no, que no las tiene todas contigo. Está preocupado. También me dice que yo debería salir más, que no puedo estar aquí todo el tiempo.
- No será para tanto - le digo fingiendo una sonrisa y rellenando su vaso de vino.
- Pues deberías comprarte un animal de compañía o algo -dice él.
- ¿Para qué? Tendría que darle muchos cuidados. Mira, tengo un molinillo -y señalo al balcón- No tengo ni que pasearle. Solo ponerle un poco de grasa.

Además no es cierto que no salga nunca. Voy al mercado a comprar carne y verduras. Me cae bien la gente del mercado, siempre están contentos y hablan mucho. He aprendido nuevas recetas. Cocinar no es tan difícil, el mecanismo es siempre el mismo. Me salen cosas ricas, lo único que no me gusta es que se invierte demasiado tiempo en preparar algo que luego me como en un momento. Tengo tiempo, de todas formas, eso me sobra. Y es que yo como muy rápido, siempre me lo dice mi hermana. Cuando hablamos por teléfono prometo invitarla a cenar alguno de los nuevos platos que he aprendido a cocinar. Pero luego nunca me acuerdo. Está bien mi hermana, acaba de sacar unas oposiciones para profesora de secundaria. No sé si podrá con los chavales, a esas edades son tan rebeldes y ella tiene tan poco carácter que se la van a comer. Además dice que ahora quiere tener un niño, le ha dado fuerte. Ya lo estoy viendo: empezará a trabajar y enseguida tendrá que pedir la baja por maternidad. Tal vez yo debería tener hijos, al menos para dejar constancia de mi paso por aquí, ya me estoy haciendo mayor. No me lo imagino, los niños son tan ruidosos y esta casa parece sumergida en un silencio perfecto (excepto por el chirrido del molinillo, tengo que engrasarlo). De todas maneras no tengo con quien criarlos, así que da igual. A ver si la veo un día de estos, a mi hermana. Podríamos ir a pasear por el parque. Yo a veces lo hago cuando en días soleados, pero también si está nublado y feo. Me siento en un banco y leo durante unas horas. Cuando el sol se hunde me acerco al mirador y ahí está la ciudad oscurecida y el cielo morado y luego naranja y las nubes teñidas de estos colores. Y mientras el sol se esconde lentamente yo busco formas en las nubes, aunque es mentira que sea fácil encontrarlas. Yo hace tiempo que no veo una cara o un dragón en una nube. No sé, quizá sea el cambio climático, hace que ocurran cosas raras en el cielo. O tal vez que mis ojos ya no están para estas cosas, tengo los ojos viejos y la inocencia rota. Cuando ya está todo oscuro y las farolas encendidas vuelvo a casa y me siento en el sofá después de comer algo y me miro las manos y canturreo algo. El cristal de la ventana me devuelve el reflejo de mi cara y pruebo a sonreír. Lo único que cambia en mi gesto es la boca, los ojos se quedan lo mismo, la mirada permanece igual, solo sonríe mi boca. Quisiera sonreír de otra manera. Me gustaría ser honesto con mi sonrisa. Sonrío como quien sale en una foto.

Algunas noches, ¿sabe?, las paso pensando en usted. Pienso: ¿qué tal le irá? ¿donde estará ahora? Pero no se preocupe, no me eche de menos, como ve todo va bien por aquí. Tal vez un día me asome al balcón y la vea caminando por mi calle. Si usted algún día pasa por aquí y decide mirar hacia arriba y no me encuentra asomado al menos podrá ver el molinillo que tengo ahí colocado, es bonito como una flor alegre y excesiva, puede que ya lo haya engrasado, estoy seguro de que le gustará. Tal vez en ese momento yo también lo esté mirando desde dentro, oculto en la luz amarilla, sentado en el sofá, así que no se preocupe, no me eche de menos, como ve todo va bien por aquí.

viernes, diciembre 01, 2006

Miedo


Escruto estos días polisémicos con mano temblorosa, inocente como un ciervo herido, como un niño, y no encuentro la estructura, la cadencia: no hay sentido.

Constato cada día minucioso en el espejo cada marca, cada línea esculpida por el tiempo en la fría superficie, y hay un hombre, como todos esos hombres que caminan por las calles encorvados con paraguas -ya no un niño-, que me observa con dos ojos que son cuervos escondidos en la cueva y no comprende.

Miradme ahora, tan patético: tratando vanamente de ocultar este miedo a los relojes. Tendiendo esta cortina con las manos que algún día serán huesos.