jueves, julio 30, 2009

¿Qué es lo que te gusta? ¿Mis labios,
mis excesos, las cosas que te digo?

¿Qué es lo que te gusta de mí? ¿Recordar
la tarde en que nos conocimos, hacernos fotos
desnudos, beber vino en la terraza?

Dime ¿qué es lo que te gusta? ¿Cuidar al niño,
quedar con los amigos, cocinar juntos
los domingos?

¿Qué coño es lo que más te gusta de mí? Cuéntamelo.
¿Mis insultos, mi desprecio, mis patadas?
¿O tener que decir a los vecinos que esos moratones
son un golpe que te diste con la puerta?

viernes, julio 24, 2009

Jung y los murciélagos



Tal vez aquello no fuera una buena idea, pero al menos a mí me lo parecía, así que durante una temporada, no hace mucho, me dio por salir a correr a medianoche. Iba hasta el parque del Planetario, que es parte de lo que se suele llamar en las ciudades Cinturón o Pasillo Verde: espacios antes ocupados por líneas ferroviarias y similares reconvertidos en zonas verdes. En este caso hay un bonito paseo donde antes estaban las vías que llegaban a la aledaña estación de Delicias. Lo de correr a medianoche me llenaba de cierto morbo romántico: ahí estaba yo, en pantalón corto y bambas, desafiando a mi cuerpo y a la noche. Entre que corro sin gafas, la dificultad de la visión nocturna y la velocidad de crucero, me tropezaba con bastantes cosas, si bien nunca llegué a accidentarme. En ese paseo hay dos filas de orgullosos y siniestros (al menos de noche) cipreses, entre los que yo pasaba al galope. De los cipreses salían nubes de murciélagos que iban de un árbol a otro dando molestos chillidos, yo veía sus alas nerviosas reflejando la luz amarilla de las farolas, bajaba la cabeza y aceleraba el ritmo. Creo que alguna vez alguno de ellos me rozó la cabeza. Al volver a casa, después de una media hora, me duchaba y me metía en la cama. No sé si por la activación que produce el ejercicio físico o por la tenebrosa visión de los murciélagos, me costaba mucho dormir y cuando por fin lo conseguía tenía sueños convulsos e inquietantes. Al día siguiente mis compañeros del curro me preguntaban con sorna si había ido a correr a medianoche, y yo asentía, y ellos se reían, porque a veces piensan que hago cosas excéntricas y que me pasan cosas raras, pero eso es sólo porque ellos van por ahí sin fijarse en nada.

El caso es que más o menos desde aquella etapa en mis sueños se vienen presentando periódicamente unos escenarios sórdidos y decadentes que no se corresponden con ningún escenario real en el que yo haya vivido. En concreto son dos pisos ruinosos, uno muy grande, el otro muy pequeño, en el centro de Madrid (no es el centro de Madrid lo que se ve en mis sueños, pero yo sé que sí es el centro de Madrid), y en el que se aparecen todos los clásicos personajes que suelen visitarme cuando duermo y que son, fundamentalmente, los que más me han traumatizado. Tras mucho preguntarme sobre la naturaleza de aquellos lugares, sucios, llenos de escombro y cacharros sucios, avejentados, barajo la posibilidad de que se correspondan con lugares en los que viví en eso que llamamos Realidad. Lo que va por dentro de la Realidad y que nosotros no vemos por una capa de barniz que lo esconde. Igual que cuando se te cae el móvil o el mando a distancia y se abre y muestra sus tripas y ahí está esa horrenda circuitería, esos cables que no entendemos. Como cuando quitas la funda al sofá alquilado y encuentras esa tapicería hortera de la posguerra.

En la autobiografía de Carl Gustav Jung que leí en 2004 (Seix Barral), el psicoanalista freak cuenta que durante toda su vida tuvo un sueño con continuidad, como una serie televisiva, que con cierta frecuencia se le aparecía e iba avanzando. Como Jung tenía sueños lúcidos, a la sazón, iba moviéndose a voluntad por ese sueño derrotando a los monstruos que le enfrentaban y que, en la teoría, venían a representar sus traumas. Mis sueños de los lugares sórdidos también tienen continuidad y van ocurriendo cosas y van apareciendo personajes deleznables que desconozco pero que deben de ser también las entrañas, la circuitería horrenda, de personas que conozco a este lado de la línea de la duermevela.

Así que creo que correr a medianoche y la experiencia del roce del murciélago con mi cabeza ayudó, por alguna razón que desconozco (como ven todo es misterio, aunque tal vez confundo una simple correlación casual con una relación causa-efecto, como un vulgar analfabeto científico) a que mi subconsciente destapase la Realidad, le quitase la funda que la hace un poco soportable, y mostrase la circuitería de la vida, y no me sorprende que se vea tan fea. Al final sólo se trata de un titánica lucha contra el paso del tiempo y de ir corriendo de noche hacia sabe Dios dónde, bajando la cabeza y tratando de esquivar a esas putas ratas voladoras.

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En la imagen el Autor en pleno ensoñamiento, otro bello verano, ya no sé cuando


viernes, julio 17, 2009

Retrospect

No podía dejar de imaginar todas las sucias formas del amor que pueden darse entre dos cuerpos anónimos. Los cuerpos de una lista que yo repasaba obsesivamente, que siempre me rondaba, hace unos años, cuando estaba con Adriana. Lo cierto es que ahora he olvidado de la mayoría de los miembros de aquel (no tan) selecto club, pero entonces no podía quitarme aquella lista de la cabeza en todo el día: la construía cuando caminaba por las aceras del centro, mientras esperaba el verde de los semáforos, en el vagón de metro, comprobando que tenía que usar repetidas veces los dedos de las dos manos para abarcar las cifras que alcanzaba. Cuando conseguía distraerme y pensar en otras cosas más prácticas o placenteras, entonces el recuerdo de la lista, en cualquier momento, volvía sin motivo, como un relámpago en los pliegues del cerebro. Me refiero, claro está, a la lista infinita de hombres con los que se había acostado Adriana antes de conocernos.

Me era imposible distraerme con ninguna otra cosa, era agobiante. Confeccionaba la lista con historias que ella me contaba, con nombres que me susurraban otros, con cosas que yo mismo iba deduciendo o imaginando – mi imaginación era una continua tortura-, porque cuando me di cuenta de que Adriana se había tirado a todo el mundo, todo el mundo era sospechoso de haberse tirado a Adriana. Así que cualquier viejo amigo o conocido suyo que nos encontrásemos por la calle pasaba a ser un posible candidato a la lista, o cualquier viejo profesor o cualquier camarero de su bar favorito, o compañero de gimnasio, cualquiera, en fin, que ella mencionase era susceptible de figurar en aquella relación fatal de nombres. Cada noche, antes de no poder dormir, yo trataba de dilucidar, por mera deducción, si Fulano o Mengano se había acostado con Adriana, y, cuando estaba en la Facultad, mientras algún profesor explicaba el mecanismo de formación de las galaxias espirales o cosas por el estilo, yo me concentraba en escribir una y otra vez, con cuidado, la lista en el interior de las tapas de mi libreta.

Leía aquella lista y me iba imaginando a los hombres que correspondían a aquellos nombres -a algunos los conocía en persona, a otros los conocía aún mejor sólo de imaginármelos-, y los comparaba minuciosamente conmigo, y trataba de imaginarme la escena en la que conocían a Adriana, en qué circunstancias, cómo la habían ido seduciendo, trataba de dilucidar por qué ella había visto algo especial en ellos, o al menos algo follable, o cómo, sin ver nada especial o follable, había estado cualquier juerga tan borracha o drogada que había entrado, como arrastrada por el río la noche, dentro de sus camas. Adriana no tenía reparo en narrarme alguna de aquellas historias e incluso me contaba cómo se lo había montado con dos de ellos a la vez o incluso con dos de ellos a la vez más una amiga. Pero no me daba detalles de las posturas o configuraciones de cuerpos que se habían adoptado en aquellas sesiones, cosa que aumentaba más mi curiosidad y daba alas a mi imaginación más morbosa, que probablemente me llevaba a crear dentro de mi cráneo situaciones sexuales más extremas que las que verdaderamente se habían dado en el brumoso y sórdido pasado de Adriana. Trataba de imaginarlo todo con el máximo detalle, y cuanto mayor era la definición de la película más me hacía sufrir, más me quitaba el sueño. Mi dulce Adriana sepultada, gimiendo, diabólica, bajo una montaña de carne sudorosa y lasciva.

Sufrí como un bellaco con aquella lista horrenda. Nunca supe, ni se aún, cuántos eran los nombres que faltaban para completarla. Conseguí reunir decenas y decenas y decenas y decenas de nombres y seguían apareciendo debajo de las piedras, en conversaciones banales con cualquiera, en fotos viejas. Yo no daba crédito. Al principio aquel sufrimiento era una bola enmarañada e indefinible, pero con el tiempo pude analizarla tirando de cada hilo, identificando cada componente: 1. Por un lado, sentía unos brutales celos retrospectivos hacia todos aquellos tipos que se habían beneficiado a la que ahora era mi novia. 2. Por otro, sentía cierta envidia de la vida sexual de Adriana. Éramos jóvenes y las circunstancias me habían llevado a tener relaciones largas, con lo que no había tenido tiempo de hacer ese tipo de turismo corporal. -Posteriormente hice mis pinitos en ese campo, y no por ello me sentí mejor persona-. 3. Además, todo aquello me creaba gran inseguridad, y me hacía imaginarme al final de una larga cola de hombres erectos y en pelotas, y pensar que aquel tiempo presente, el que el Destino me había reservado para estar con Adriana, eran ya los minutos de la basura de su vida, cuando todo lo bueno y excitante había pasado. Acabábamos de entrar en la veintena.

Algún tiempo después Adriana y yo rompimos, como no podía ser de otra manera. La lista no provocó directamente la ruptura, pero creo que estuvo en el origen de toda la ponzoña que fue inundando nuestra relación. En el origen de ciertas actitudes mías, en el origen de ciertas respuestas suyas a mis actitudes y de ciertas respuestas mías a sus respuestas, así sucesivamente, en una espiral imparable de suciedad y desencuentros, hasta que aquel amor, el que parecía más grande, esférico y perfecto se cascó dolorosamente y se quedó roto y clavado en nuestra espalda. Y todo por aquellos tipos de la lista que, jadeantes y con los ojos enrojecidos, me seguían observando con sorna desde un pasado que yo nunca visité. Adriana se ocupó minuciosamente de que la lista fuera in crescendo, tengo entendido. A día de hoy me resulta imposible estimar su dimensión, seguro que astronómica. Pero ya no me importa.

domingo, julio 12, 2009

La verdad

Un oscuro patio de luces. Una ventana. Una trémula luz amarilla en una esquina. Un hombre desnudo inclinado sobre un teclado. Huele mal: ese soy yo.

Es una noche de domingo que asesina y estoy en el reveso tenebroso de la celebración de mi cumple. Llevo horas suplicando y no se a quién y me miro como mira el cirujano al moribundo. Me quiero morder, me siento una bestia herida, necesito más piel donde arañar, más uñas, más sangre, si cabe, más heridas sobre las heridas, pero no tanto dolor. Quiero mutilarme.

Tú y yo lo dejamos hace ya unos meses, pasa el tiempo como si no pasara, es increíble. Pero fue desde que discutimos, la última semana, cuando empecé a estar de duelo por tu ausencia, que cada vez se me hace más grande y espesa, más horrenda.

Intento pensar que no estaba bien contigo, y es bien cierto. Pero, de pronto y como siempre, el pasado se vuelve luminoso, se van todas las manchas, me deslumbra.

Imagino ahora tu cuerpo y tus estupideces. Imagino ahora que estamos dormidos en la cama grande, aqui al lado, y yo te abrazo. Imagino el calor que desprende cada una de tus vertebras. Tú estarás con otro y yo quiero estar cerca de ti y lejos, muy lejos, de mi mismo. Por favor, que alguien se lleve este cerebro.

Repito: no tenemos por qué odiarnos.

miércoles, julio 08, 2009

Manuscrito hallado el día del error

Como no tenemos fin, después de la boda en la que comprobamos como el tiempo se va depositando en el rostro de los buenos amigos, a las seis de la mañana, volvimos a Oviedo en busca de los últimos bares de la noche, o los primeros de la mañana, nuestros preferidos: la Bola, el Xalabam, la Basílica, el Noise, el Malabax. Visitamos Oviedo de pascuas a ramos, por motivos como por ejemplo que nuestros viejos amigos se casen, pero en estos garitos perversos siempre encontramos a la misma gente, amigos y conocidos, ilustres ovetenses aferrados a un tercio de cerveza en la barra, inmersos en la música y la penumbra. Llevan años llenos de amaneceres viniendo a estos bares con la minuciosidad del relojero, exactos y precisos como cirujanos, borrachos. Cambian las décadas y siguen ahí, de cháchara, bailando, pribando. Me doy cuenta de que para gente como ellos, gente como nosotros, salir de noche, de bares, de copas es una forma de vida, algo que, de alguna manera, estructura todo. Es lo que da sentido, lo que llena nuestra memoria, el lugar en el que ocurrieron los hechos más determinantes. La semana, los laborables, el día, es sólo lo que se interpone entre dos salidas nocturnas. Salir es la cosa que más hemos practicado, con más cuidado, con más ahínco y con más tesón: así que salimos de puta madre, somos auténticos expertos, comandos de los bares, soldados de la fiesta, de la conversación, de la música, de la cerveza, de encontrarnos a gente por ahí. Tenemos cierta educación emocional porque hemos sufrido las más terribles resacas, como veteranos de una guerra. Y de la resaca hemos aprendido casi todo, en arduos combates con nuestros cuerpos castigados y nuestros variables estados de ánimo.

No se muy bien qué es lo que buscamos, nadie lo sabe, nadie lo ha visto, algo extraño y luminoso que se encuentra en algún lugar entre la noche y el alba, no se dónde y que, claro está, nunca encontramos. A nosotros nos parece normal vivir así, todos lo hacemos, pero no caemos en la cuenta de que hay otra gente, gente más normal, que sale cenar, a tomarse una copa y que se vuelve a casa a horas prudenciales. Hay incluso gente que nunca sale. Quizás sean ellos los raros.

Tampoco se que va a ser de nosotros, si seguiremos así toda la vida o algún día frenaremos. El tiempo también se va depositando en nuestros rostros, en nuestras barras, en nuestras birras. Nos hacemos más viejos en cada juerga y tal vez deberíamos ir pensando en otra manera de vivir, orientada al sol y no a las brumas del fondo de los bares cuando nacen los días.

viernes, julio 03, 2009

La Ley de Bernoulli

En realidad, dijo, nadie sabe por qué vuelan. Hay una teoría científica que lo explica, claro, perteneciente a la mecánica de los fluidos: la circulación del aire alrededor del ala crea una fuerza sustentadora, perpendicular a la superficie del ala, que mantiene al avión en el aire. Para que esa fuerza sea lo suficiente intensa, como para soportar allá arriba a un bicho de metal y plástico, relleno con elementos electrónicos, con decenas de personas dentro y toneladas de combustible, la velocidad tiene que ser alta, por eso son necesarios esos motores tan potentes. Pero, bah, dijo, cualquiera se cree eso...

El avión comenzó a moverse lentamente por la pista y el hombre de barba se distrajo mirando por la ventana. Sonó el aviso para abrocharse los cinturones y el tipo se concentró en la operación. Las azafatas correteaban por el pasillo y todo el mundo ocupó su asiento cuando enfilamos la pista de despegue. De pronto sonó el ruido ensordecedor de los motores, como el rugido de una bestia horrenda y los cuerpos apretaron contra los respaldos por efecto la aceleración. El hombre de barba se agarró con fuerza a los apoyabrazos con sus gruesas manos y echó la cabeza hacia atrás, como si se dispusiese para un dulce sueño, pero era fácil detectar la tensión en su pretendida serenidad. Tenía miedo. Pero quién no se inquieta en un avión, pensé, quién no teme en ese momento mágico –del que dicen, además, que es el más peligroso- en el que las ruedas del tren de aterrizaje pierden el contacto áspero de la pista y, de pronto, todo el aparato está suspendido en el aire e inclinado hacia el cielo y el mundo fuera, todavía cercano como el que muestra la ventana de un coche o un autobús, se ve en un ángulo extraño. Quién no está atento a los continuos ruidos y sonidos que produce un avión, a los cambios que se dan, a los giros que dejan la ventanilla asomada sólo al azul del cielo sin atisbar la tierra, al movimiento de los flaps y los slats, al temblor de las alas. Y quién, ante cualquier bache o turbulencia, no escruta el comportamiento de las azafatas en busca de la naturalidad, de la sonrisa, de saber que es normal que el avión se meneé de esa manera tan violenta, que ellas no se sobresaltan, porque es habitual y están acostumbradas. El hombre que viaja en avión nunca puede olvidar su condición de animal terrestre.

El tipo barbudo, de unos 60 años y con pinta de profesor, ocupaba el asiento a mi izquierda, al lado de la ventanilla. Permaneció con los ojos cerrados fingiendo un plácido sueño hasta que el avión se estabilizó y sonó la señal que permite desabrocharse el cinturón. El no se lo desabrochó, se lo dejó puesto todo el viaje, pero sí se incorporó como si se despertara y miró por la ventanilla comprobando que ya estábamos a la altura y la velocidad de crucero. Las azafatas comenzaron a recorrer el pasillo sirviendo bebidas. El pidió agua, yo una lata de cerveza.
Bueno, dijo mientras se servía el agua en un vaso de plástico, y tú por qué viajas a Oviedo. Le dije que era de allí y que iba a visitar a mi familia. El tipo asintió sin dejar de mirar el vaso y luego, mientras daba el primer sorbo, miró por la ventana. Se veían algunas nubes y el suelo, ya muy lejano, como un patchwork con los colores ocres de la meseta castellana. Es increíble que estos aparatos puedan volar, dijo. A mí volar me da bastante miedo, pero trato de enfrentarlo. Fíjate, podría viajar en el mismo tiempo en un autobús, si contamos el traslado al aeropuerto y el tiempo de espera. Pero trato de enfrentarlo: me resultaría patético dejar de volar por el miedo. Me impediría ir a muchos lugares. Me pareció una postura admirable.

Todos tenemos un poco de miedo en el avión, dije yo, no creo que nadie esté tranquilo a estas alturas. A nuestro lado un hombre dormitaba y roncaba levemente, rompiendo cierta quietud que se había establecido en la cabina. Estaremos a una altitud de 33.000 pies, dijo él. Luego mantuvo un silencio pensativo durante unos segundos y añadió: unos diez kilómetros. Es la hostia. Así que eres de Oviedo, dijo. Sí, respondí, pero llevo bastantes años en Madrid. Le pregunté si él también era de allí y asintió. Bueno, no sé, dijo. Antes era de allí, ahora ya no sé de donde soy... El avión dio un bandazo y el tipo se agarro automáticamente al asiento. Cuando volvió la normalidad habló de nuevo: perdona, qué te decía... ah, sí, que ya no sé exactamente de dónde soy. Desde que murieron mis padres ya no tengo a nadie allí. Mis amigos se han ido, mi familia ha muerto, la ciudad ha cambiado tanto que ya casi ni la reconozco. Recuerdo mi infancia y juventud muchas veces, y la añoro. Ir por las tardes al Campo San Francisco, salir de juerga por el antiguo, aquel cielo gris que sigue allí pero que ya no es el mismo. Ahora ya no quedan ninguno de aquellos bares, todas las tiendas han cambiado, ni siquiera me cruzo a nadie por la calle, tal vez a algún conocido del colegio a quien no saludo, y que probablemente no me reconozca. Algunos han envejecido tanto que me entristece y luego miro mi reflejo en la luna de algún escaparate y me entristezco aún más. Algún viejo ligue también me encuentro y me duele recordar lo guapas que eran y lo estropeadas que están ahora. Yo también era muy guapo, dijo riendo, aunque no lo creas, y tenía cierto éxito. Después se volvió a poner serio, miró las nubes por la ventanilla embarcado en cierta ensoñación, quizás en el recuerdo de alguna persona especial que no se ha ido del todo de la memoria. En realidad, continuó al cabo de un rato, no se para qué vuelvo. Me hospedo en un hotel, paseo solo, me paro en las esquinas y de cada lugar extraigo un puñado de recuerdos. La ciudad es como escenario vacío: sigue el decorado pero faltan todos los actores que representaban la obra de mi vida. Hace daño, pero es un dolor vicioso, una especie de morbo, una melancolía que, como todas las melancolías, produce cierto placer. Es extraño. De alguna manera ya estoy muerto cuando vuelvo a Oviedo, nadie me conoce, nadie me recuerda, soy un cadáver andante que vuelve al mundo de visita. Cuando muera realmente, quizás en un accidente de avión, en Oviedo será lo mismo que ahora, nadie me echará en falta, nadie se dará cuenta. La verdad es que me aterra más volver a Oviedo que volar. Pero hay que afrontar estos terrores, eso es valentía. Tal vez, en uno de mis viajes, yo me disuelva en Oviedo y nadie lo note y me convierta también en sólo un recuerdo neblinoso que brota en las esquinas.

Dejó de hablar y no habló más en todo el viaje. Yo cerré los ojos y empecé a sentir el miedo, el miedo a estar a 33.000 pies de altura, a las turbulencias, a que no este claro por qué vuela un aparato metálico que pesa toneladas. Empecé a temer todos los miedos juntos, me abroché el cinturón de seguridad y me agarré con toda mi fuerza al asiento.