lunes, agosto 29, 2011

Miedo


Miedo a la luz. Miedo a la primera vez que haces algo por primera vez. Miedo al aire, llanto. Miedo a la oscuridad. Miedo al pasillo. Miedo al monstruo en la oscuridad del pasillo, o debajo de la cama, o dentro del armario. Miedo a los insectos al fondo de las sábanas. Miedo al colegio, a los otros niños del colegio. Miedo a que mamá se muera. Miedo al acné, al semen, a la patada en la espinilla. Miedo a no ser suficientemente guay, a no llevar marcas. Miedo a ser miope, a ser pies planos, a la halitosis. Miedo a la cerveza, a papá cuando llegas borracho dos horas más tarde de la hora. Miedo al futuro, a qué elegir. Miedo a una carrera, a la formación profesional, al examen final. Miedo a ser un fracasado. Miedo al paro, a que te den mal las vueltas, miedo a que se cuele una señora en la cola del supermercado. Miedo al banco, a la hipoteca, miedo a engancharte con la coca. Miedo al contrato basura, al freelancismo, a un contrato indefinido hasta la tumba. Miedo al amor, a casarte, a pillar cualquier mierda sin condón. A que te rompa el corazón la nicotina, o alguien con quien follas. Miedo a los antidisturbios, a los abogados, a los videntes de la tele, a la Crisis.

Sed temerosos de Dios y los Mercados.

Miedo a los 30, a los 40, al consejero delegado, al sindicato. Miedo a las almorranas, a los cojines calientes, a los váteres sucios. Miedo al médico, al ataque al corazón, al colesterol malo. Miedo a la canción del verano. Miedo a los taxistas que te dan rodeos, a los inmigrantes de los callejones, a los terroristas. Miedo a los mosquitos, a que me vean desnuda los vecinos. Miedo a volar, a parecer tonto, a que se acabe la conversación. Miedo a ser cogido en mitad de una aventura, miedo a ser cornudo. Miedo a tener hijos, a tenerlos y que mueran o que vivan en un piso de 30 metros cuadrados, o a que se hagan neonazis. Miedo a acabar como indigente, ellos tampoco imaginaban que acabarían durmiendo entre cartones, en las calles. Miedo a las arrugas, a la alopecia, a tener un coche más pequeño que el vecino. Miedo a la reforma laboral y de pensiones, miedo al parlamento. Miedo a Rajoy y a Nosferatu. Miedo al atardecer, al punto medio de la vida, a la lenta decadencia de todo lo que vive. Miedo al aburrimiento, a la esclerosis, a la barriga y las ojeras. Miedo a no conocer a los grupos de moda en el momento, a no entenderlos. Miedo enviudar, a los atascos de hora punta. Miedo a acabar estrellado en la cuneta. Miedo a jubilarte. Miedo al cáncer, al alzheimer, a olvidarte de quién eres y babarte y no reconocer a los que quieres. Miedo a acordarte de Espinete y que hayan pasado 80 años. Miedo a acabar en un asilo. Miedo a ser el último en morir y quedar solo en un banco, en un parque, mirando una obra. Miedo a morir. A vivir acojonado.

jueves, agosto 25, 2011

Vicios nuevos


Añadir un nuevo elemento a la lista de vicios que uno cultiva con dedicación siempre resulta agridulce. Por un lado, qué horizonte de gozo perverso. Por otro, qué servidumbre.

Con la latas de albóndigas, hace unos años, la cosa empezó como un juego. Vamos a probar, a ver qué pasa. Yo era un joven estudiante recién llegado a Madrid, y no había nada más propio que comer de bote: barato, bohemio, buenérrimo. La cosa me fue gustando y acabe completamente adicto, cualquier cosa me valía: las Hero, las Litoral, las de La Jardinera, incluso cualquier marca cutrelux que me agenciara en el chino. ¡Que están hechas de carne de perro!, me decían. Me da igual, me hacen tanto bien… pensaba yo. Y eso que algunas sabían, efectivamente, a perro, y a gato, y a rata, pero, en el fondo, a Gloria. ¡Puedo dejarlo cuando quiera!, exclamaba mientras mezclaba meatballs con guisantes, con arroz, con spaguetti como los mafiosos, o montaba un buen torpedo bocadillil rellenando media barra de pan con esta munición cárnica. Ka-boom! Las comía por la noche, al mediodía, el findesemana, para alguna merienda, cuando volvía del after, porque a veces volvía del after solo para abrir las albóndigas, como si se tratase de una droga más. Y vaya si lo era. No me preguntéis cómo, pero conseguí dejar aquel infierno estomacal que iba colonizando todas mis comidas, porque la cosa tenía también su lado oscuro. Llamadlo valor, voluntad, excelencia.

Después, ya con el trance albondiguil casi olvidado, volvieron a aparecer en mi vida los inocentes potitos, las papillas infantiles. Un día en el súper me quedé pensativo frente al expositor. Si de niño me gustaban tanto, y eso que tuve una niñez desgraciada, por qué no volver a probar. En efecto, con un poco de sal y un par de minutos mecidos por las microondas, seguían gustándome. Otro día volví a coger, y otro y otro.... de Hero, de Nestlé, de pollo y arroz, de cordero con menestra, de ternera con verduras… ¿No es maravilloso, un plato de carne y guarnición convertido en deliciosa crema? ¿Por qué nadie hace esto para adultos? Aquí una instantánea de un potito de Menestra de Cordero aún frío junto a mis relucientes auriculares bermejos.

Cuando algún conocido me encuentra en el Día con mis potitos haciendo cola en la caja me pregunta sorprendido si tengo prole, que ya era hora. No. Ah, ¿entonces es para algún sobrino? No, son para mí. Me gustan los potitos. Adoro los potitos. Me suliveyan, me hacen ser mejor persona, son un sol en mi existencia. Entonces es que tienes Síndrome de Peter Punk, no quieres crecer, qué diría Herr Doktor Sigmund Freud de un caso como el tuyo, tiene tela. Aquí el delicioso aspecto de un ejemplar bien caliente y aliñado con barra de pan al fondo. Noten los deliciosos grumos, esa textura escatologica. Yummy!

Lo curioso del asunto es que, luego, cuando convenzo a alguien, tras mucho forcejeo, para que pruebe el plato prohibido, el plato solo para menores de 5 años, resulta que le gusta. Ooooh, vivimos en un mundo hiperclasificado y cuadriculado, un mundo de estrechos márgenes por el que nos escurrimos atemorizados. Pero yo les digo: abran su mente, lleguen a estados superiores de conciencia, liberen su ser más íntimo. Coman potitos. Yo, además, los puedo dejar cuando quiera.

domingo, agosto 21, 2011

No tan chiflados: Erik Satie

Este tipo de la foto con pinta de aventado es Erik Satie, músico, entre otras cosas, aunque él prefiriera denominarse fonometrógrafo, algo así como medidor de sonidos, pues, según cuenta en sus Memorias de un Amnésico, le gustaba más medirlos que imaginarlos. Es harto probable que ustedes conozcan su obra, sobre todo sus Gymnopedies (algo así como música para hacer gimnasia o bailar con los pies), vaporosas y delicadas composiciones, a la par que melancólicas, que han sido utilizadas a discreción y sin criterio en tropecientas películas de romanticismo naïf, discos de relajación con bucólicos lagos en la portada y anuncios de cosas etéreas como compresas. La también muy etérea Nawja Nimri hizo una versión con bases electrónicas en la que tarareaba la melodía por encima y me apostaría la cabeza a que estas piezas figuran entre las favoritas de la lacrimógena indie Isabel Coixet. También entre las mías, qué coño.

Piensen en estas cosas molonas: el París de principios del XX, la ropa negra, los paraguas, los sombreros de hongo, los cabarets, Le Chat Noir, los rinocerontes, las pintoras impresionistas, el alcoholismo, la locura y la muerte. Todas ellas están en la vida de Erik Satie. Nació en Normandía, en 1866, y fue coetáneo de Claude Debussy, Maurice Ravel, Jean Cocteau, Gertrude Stein o Pablo Piccasso, con los que colaboró. Se rebeló contra las corrientes musicales establecidas, tanto vanguardistas como académicas y fue visto siempre como enigmático, oscuro e iconoclasta. Durante una parte de su vida trabajó como pianista en el ambiente sórdido de los cabarets parisinos, como el célebre Le Chat Noir.

"Hace ocho años que padezco un pólipo en la nariz, complicado con una afección de hígado y reuma. Tras escuchar les Ogives de Satie, se manifestó en mi estado de salud una notable mejora. Cuatro o cinco aplicaciones de la Tercera Gymnopédie han acabado de curarme”. Este anuncio apareció publicado en La Linterna Japonesa, una publicación ligada a un cabaret, a finales del XIX. Presuntamente enviado por una jornalera, se le atribuye al propio Satie, para que vean que ya conocía las técnicas publicitarias de guerrilla. Otra de sus obras bizarras es la pieza Vexations, que exige que el intérprete repita 840 veces la partitura, lo que llevaría unas 40 horas. “Ninguna idea musical ha guiado la creación de mis obras. La reflexión científica es lo que domina”, decía. Musique d’amueblament (Música de amueblamiento), era una pieza compuesta para que nadie la escuchase.

Cuando Satie murió, en 1925, destrozado por el alcohol y la mala vida (aunque solo comía alimentos de color blanco: huevos, azúcar, huesos rallados, la grasa de los animales muertos, carne de ternera, sal, coco, pollo cocido en agua blanca, el moho de frutas, arroz, nabos, salchichas alcanforadas, pasta, queso (blanco),ensaladas de algodón, y algunos pescados sin piel), encontraron en su mísero cuarto una colección de objetos cubiertos de polvo digna de la tumba de un faraón, como decenas de paraguas, algunos sin estrenar, dibujos de edificios medievales, su proyecto para un submarino o trajes de terciopelo, de su época de Caballero de Terciopelo. Dentro de unas cajas de puros había reunido más de cuatro mil pequeños rectángulos de papel donde había escrito pequeños poemas, descripciones de paisajes, palabras sueltas, greguerías, personajes imaginarios, o diseños de imposibles instrumentos musicales. Muchas de esas micrografías se han hecho célebres, por ejemplo: “cuanto más conozco a los hombres, más amo a los perros”. O “me llamo Erik Satie, como todo el mundo”.

Me cae bien Erik Satie. Me cae bien la gente como Erik Satie. Me gustan sus Gymnopedies, sus Gnosiennes, todas sus cositas. Me gustaría llamarme Erik Satie. Pero me llamo Txe Peligro. Como todo el mundo.

jueves, agosto 18, 2011

Oda al Papa

El Papa es eléctrico y magnético, da calambre, el Papa es metafísico y excéntrico, intolerante hasta la última partícula de sus átomos: Benedicto es atómico, neurótico, entrañable, apto para celíacos, enormemente elbelto, muy esdrújulo. El Papa es omnicomprensivo y ateo, hijo de mil padres, Dios con bragas que viene a vernos. El Papa se viste de Zara, y a los arzobispos se les pone erecta el alma: dejad que los niños se acerquen a ellos. El Papa es guapo y tiene un nombre raro, es psicótico y amable. El Papa baila el twist y se levanta los faldones, vaya piernas tiene el Papa, qué garbo, qué salero, Papa: keep on dancin’. Al Papa le gustan los pies de los imberbes y a los pies de los imberbes les gusta el Papa, tan canoso, tan George Clooney, con su cuerva mirada y su párvula boca dispuesta a excomulgar. Papa, cura nuestras patologías cotidianas, danos el sentido del vivir, enjuaga nuestras lágrimas, agita nuestros cocktails, ponnos un Nespresso, que se hacen en un plis, yo con leche. Santo Padre, sácanos de esta crisis de valores, haz milagros, levita un poco. Eres único, indivisible, anticonstitucional y eterno. Eres un dj de referencia, un teleoperador, un guardia urbano, un travesti de lo tuyo: el hispter más hipster a este lado de lo guay. Eres una pelusa de polvo junto al zócalo, en el pasillo, dime la marca de tu rímel, déjame las llaves del Papamóvil para irme a la Fabrik. Feo y sentimental, siempre contradictorio, siempre tan Tú. Eres Jesucristo, eres Fidel Castro, eres Lady Gaga, eres un indómito maníaco, eres todo eso y mucho más, eres Auténtico:

¡Papa, eres Hinchable!

jueves, agosto 11, 2011

Abismos de lo cool


Hay calamares gigantes que miden 20 metros y tienen tres corazones y la sangre azul y el ojo más grande del reino animal. Están, por ejemplo, en un oscuro abismo submarino de 5.000 metros de profundidad a unas millas al este del Cabo Peñas. Hasta allí se sumergen lo cachalotes para comérselos; luego, los marineros, encuentran dentro de los cachalotes los restos de los calamares, sobre todo los picos, que son de difícil digestión.

Esto mola, así que le pedí a Mamá Peligro que pilotara su deportivo rojo hasta la zona en la que se desarrollan estas singulares batallas de monstruos marinos para escribir un reportaje sobre el terreno. Es una de las zonas más bonitas de la geografía astur, digamos que es la parte más softcore de la belleza asturiana: tierras llanas, verde claro, junto al mar, donde caen unos acantilados que me recuerdan a Capri.

En el camino cruzamos un pueblín al que unos desalmados le habían borrado el nombre en la señal de tráfico de la entrada y habían escrito con spray “putes” (el asturiano para putas). Inspirado por la inscripción le dije a mamá:

- Una vez soñé que me enamoraba de una prostituta del Este. Era chiquitita, muy rubia, con los ojos muy grandes como los que le han puesto a la pitufina en la película de Los Pitufos. Y era muy candorosa, no te imagines a las que hay en la Montera. Llevaba siempre dos trenzas. Recuerdo entre brumas que nuestra relación fue bastante feliz, aunque el asunto de la prostitución a veces era dramático, pero, bueno, en los sueños nunca nada importa demasiado y todo fluye.

- ¿Una puta?

- Sí, del Este de Europa. No sé bien de dónde. ¿Tú nunca te has enamorado en sueños de alguien que no existe ? Es muy raro. Luego te despiertas y resulta que eso: no existe, no hay nadie que sea esa persona. Es como si hubiera muerto. O como cuando soñaba que tenía toda la colección de los Playmobil y luego, al despertar, solo tenía la ambulancia.

- Aún así la ambulancia estaba bastante bien. Yo recuerdo que una vez me enamoré en sueños de un chico muy majo que llevaba un jersey rojo, era como un galán de cine. Luego, en las tiendas de fotografía y en los estudios de foto de la vida real siempre me paraba para ver si lo veía en las fotos que tenían expuestas. Pero lo importante aquí es que llevaba un jersey rojo, lo que demuestra que sueño en color.

- ¿Cómo? ¿Y eso qué importa?

- Pues que hay gente que sueña en blanco y negro, gente sin imaginación… Pero yo no. Technicolor.

- Bueno, yo creo que esa gente es más culta.

- ¿Cómo que culta?

- No sé, imagínate soñar en blanco y negro y además en versión original subtitulada.Y, además, con la puta aquella de Godard. Sería el culmen de la intelectualidad.

A estas alturas de la disquisición, mi mamá se distrajo y se puso a mirar a las vacas que pastaban indiferentes por aquellos prados que surcábamos en el coupé rojo y dijo lo que siempre dice sobre las vacas asturianas (y que yo sabía que iba a decir, porque es muy predecible): que tienen la misma mirada melancólica e italiana que Sofía Loren. Las vacas. Y es verdad.

Y luego, en Avilés, paseando al atardecer, descubrimos que no hay nada más cool que pasearse con una botella de leche fresca, de cristal, estilo anglosajón, por el centro de una ciudad, sobre todo de provincias. La gente te señala y dice: mira, van con leche. En cuanto vuelva lo hago en Malasaña.

Adiós.

miércoles, agosto 10, 2011

Calamares gigantes, tetas calientes

Cuando se está cerca de la costa, el mar, con sus marineros muertos dentro y sus calamares gigantes, se convierte en un personaje más de la vida, como tu madre o Ramiro el portero, pero más atávico. Ahora mismo, según tecleo, el mar me está mirando fijamente a través del ventanal. Yo hago como si nada, pero su presencia es algo más que física.

Hay ciudades como Xixón que se meten a saco en el mar, sin ningún miramiento, como una ofensa. Ahí está la playa y aquí una muralla de horrendos edificios de más de 10 pisos de altura. Este orgullo arquitectónico de hierro y de cristal contra la brisa asilvestrada, que sopla cuando le peta: el choque entre Naturaleza y Civilización. Un drama cósmico que ocurre aquí enfrente, mientras los viejos con gorra de Caja Rural, apostados estratégicamente en la barandilla, tratan de ver las tetas de las pitukis en top less.

Estas playas de las ciudades mediograndes son muy raras. Uno está ahí, en la arena, hacinado contra el prójimo, el español medio, 1,75 metros, 800 euros/mes, cerrando los ojos y tratando de imaginar que está en comunión con lo Salvaje, la Naturaleza, lo Primitivo, con su Esencia Más Natural. La playa: la gran parrillada macabra de las carnes proletarias. Pero a diez metros pasa el tráfico rodado pitando, escupiendo gases raros con nitrógeno, y se escucha toda la vorágine de la ciudad reflejada en las hieráticas y crueles fachadas de los edificios. Los arquitectos deberían poder ser llevados a juicio, y condenados y encarcelados por el daño que sus obras hacen a la Comunidad y a la Vida tal y como la conocemos. Y los concejales de Urbanismo también, claro. Nadie te obliga a admirar los cuadros de un pintor que te desagrada, pero cómo evitar la presencia de horrendas moles que construyen justo a dos manzanas de tu existencia.

Por lo demás, yo digo que estas playas son para gente chunga, sin recursos, sin talento, sin el más mínimo gusto. Pero, bueno, al mar le da igual, porque el mar, con sus morenas, sus sepias, sus vertidos nucleares, sus esputos de viejas, sus tsunamis, siempre es el mismo, y es más grande que todos nosotros juntos en todos los sentidos. Lo respetamos, y lo tememos, lo admiramos como Kant ante lo Sublime. ¿Qué pensaría Kant de la playa de San Lorenzo? Bah, no sé, me voy de cañas.