jueves, enero 24, 2013

Rollercoaster cerebral



La primera vez que vi a una mujer desvastada por la depresión fue en la Cordillera Cantábrica, en el Puerto de San Isidro, un paso de montaña entre Asturias y León en el que varias ramas de mi familia tenían casas de campo o apartamentos para disfrutar del sol del verano inmersos en el aire puro de la montaña y de la temporada de esquí invernal, cuando nevaba. No recuerdo el nombre de aquella mujer, llamémosla María, lo que sí recuerdo es que María venía con su marido de la parte de León, a pasar el verano o de visita, no recuerdo, y que ambos eran amigos de alguno de mis tíos.

Lo primero que pensé de María es que era muda. Luego pensé que estaba loca o que tenía algún tipo de retraso mental. Luego me dijeron que estaba deprimida, aunque yo todavía no tenía muy claro en qué consistía aquello. María no hablaba, no hablaba nunca. Tampoco parecía hacer ningún caso a ningún estímulo externo, como si la hubiesen desconectado de la realidad. Su marido, sin embargo, que parecía un buen tipo, le seguía hablando como si no hiciese meses, o incluso años, desde que María no le hacía ni caso. El hombre le seguía preguntado en las cafeterías qué quería tomar y le seguía comentando qué buen día hacía, le preguntaba si estaba cómoda y, de vez en cuando, la achuchaba como se achucha a un peluche indiferente. María, con la mirada perdida en alguna parte de su propia mente, no respondía y su marido, por defecto, le pedía un agua con gas con una rodajita de limón, que es lo que María bebía cuando aún era ella misma. Algunas veces María, o lo que quedaba de ella, le daba algún sorbo al agua, otras veces lo dejaba intacto sobre la mesa.

Vi unas cuantas veces a aquella extraña pareja que venía del lado de León y, aunque yo era un niño y me gustaba corretear alrededor de la mesa cuando estaba con los mayores, cada vez que María estaba presente me quedaba sentado muy quieto, muy formal,  observándola por varios motivos: una mezcla de fascinación por su estado, de miedo y también de respeto: qué era eso de andar haciendo el indio como un loco cuando tenía ahí delante a una mujer que se había perdido para siempre en los abismos de su propia tristeza.

La buena noticia es que, algún tiempo después, me enteré de que María había salido del hoyo. Me hubiera gustado ver cómo era María en su estado natural y así tener algo con lo que comparar aquella depresión, quién sabe si María también era un muermo de normal, o si era una mujer chisporroteante y extrovertida que había sido dominada por sus procesos cerebrales más enfermos, pero no tuve la oportunidad y ahora tal vez ya haya muerto.

Algunos años después mi madre tuvo una depresión que le duró alrededor de un año y que fue bastante dolorosa: yo era un crío con un único agarre en el mundo, que era ella, y no entendía por qué mi madre no encontraba fuerzas para levantarse de la cama y por qué se pasaba el día llorando desconsoladamente sin motivos, o por motivos que ni ella misma conocía. Los niños son diferentes: yo me levantaba a diario muy temprano  y de muy buen humor, ahora me cuesta mucho y me levanto de muy mala hostia. Como digo, me sentía perdido y desvalido: ¿quién tenía que cuidar de quién ahora y, si me tocaba a mí, cómo iba a ser capaz de hacerlo? Mi madre, que es una mujer fuerte, consiguió salir del agujero por su propio pie, yendo a algunas terapias y con no sé qué lecturas místicas. Aquella depresión, recuerda, era la más terrible, una depresión endógena, una que no tiene motivo aparente más allá del propio desequilibrio químico en el cerebro. Si uno se deprime porque le ha dejado su pareja o le han despedido el trabajo, conoce el motivo y sabe como remediar el mal, hay dos formas: recuperando a su pareja o su trabajo, o aceptando la nueva situación y adaptándose a ella. Pero cuando la melancolía te paraliza y te quita las ganas de vivir y ni si quiera conoces el motivo, todo resulta más difícil y, sobre todo, más absurdo.

Mi padre, además de alcohólico, fue diagnosticado como maniaco-depresivo, a veces me pregunto qué fue primero, el huevo o la gallina. Así que en sus fases de manía, según me dicen, porque yo no lo recuerdo muy bien, papá estaba que se comía el mundo y en las fases de depresión el mundo estaba que se comía a papá. Luego murió. Como digo no sé qué papel jugaba el alcohol en todo esto, pero alguno jugaría. Yo a veces temo desarrollar algún tipo de tristeza patologíca de estas, si es así ya se lo que haré: comeré plátanos.

Aprendí bastante sobre la tristeza tomando pastillas de éxtasis. El éxtasis es una droga que funciona básicamente pidiéndole al cerebro un crédito, un préstamo de bienestar. La primera vez que probé el éxtasis puedo decir que fue uno de los momentos más felices de mi vida, y me apetecía haber estado siempre así, sintiendo aquello, aquella plenitud, el amor universal, el buen rollo hecho carne. Pero a los días siguientes no le veía sentido a la vida, estaba triste, apático, tenía pensamientos obsesivos, hipocondría y accesos de llanto. Todos los neurotransmisores que había fundido para sentirme bien durante el colocón ahora faltaban y me sentía fatal. Con el tiempo aprendí a apretar los dientes y pasar esas pequeñas (o grandes) bajonas sabiendo que era temporal y que en el momento en el que se restableciera el equilibrio en mis sinapsis neuronales estaría bien de nuevo, o estaría, al menos, normal, como el hombre de la calle. Además, cuando se continúa tomando éxtasis se produce lo que se llama la “pérdida de la magia”: si me tomo una pasti hoy jamás experimentaré aquel estado privilegiado y casi divino de la primera vez. También, al igual que se modera el placer, las resacas se iban moderando poco a poco. Lo que hacíamos, mi amigo P. y yo, era ponernos tibios comiendo plátanos, que decía P. que tenían litio y levantaban el ánimo postpastillero. Imagínense, dos jóvenes deprimidos devorando plátanos de domingo a miércoles, que es cuando se volvía a ver la luz. Como digo, apretar los dientes, capear el temporal de los estados de ánimo, esa montaña rusa, fue una cosa que aprendí de la droga y luego pude aplicar con éxito a otros ámbitos de la vida.

Que, ¿pillamos pastis?

lunes, enero 14, 2013

Para hacer bien el amor hay que venir al sur


Yo una vez tuve una novia, y esa novia vivía en una casa, y yo en otra, y entre ambas casas estaba la estación de Atocha. A veces, muchas veces, cuando íbamos de una casa a la otra, pasábamos por la estación. Cruzábamos por el aparcamiento repleto de coches y desde allí arriba se veían las vías que partían hacia el sur, con un poco de suerte había un tren en marcha que iba acelerando hacia los bloques de ladrillo visto, las grúas y las chimeneas que delimitaban la ciudad por el sureste, el skyline de Vallecas.

-Ah, el sur, - decía yo- ¿te imaginas? Podríamos coger un tren ahora mismo y perdernos tú y yo, viajar hasta, no sé, Cádiz, y mojar los dedos en el agua del Atlántico.

En realidad, a mí no me importaba demasiado ir al sur, porque allí, en Madrid, en la estación de Atocha, en la casa de Ariadna o en la mía, estaba de puta madre. Pero decía aquello porque tenía 25 años y Ariadna 23, y pensaba que sonaba poético, como de película independiente, y pensaba que a ella le sonaría romántico, y que se daría cuenta de que yo era un tipo sensible (como realmente era) y, también, no lo olvidemos, porque me gustaba decirlo. Si pasábamos por la mañana, porque muchas veces yo dormía en su casa y ella se iba a la Facultad temprano, ella miraba a las vías y entrecerraba los ojos cegada por el sol neonato que salía por aquel extremo en el que se perdían los trenes.

- ¿Conoces Tarifa? – le decía – Está en la última punta de España. Allí es donde en teoría se juntan los dos mares, el Mediterráneo y el Atlántico. Pero yo he estado allí, donde se juntan los dos mares, y no parece que se junte nada. Es toda la misma agua, nada cambia. Ni siquiera hay los grandes oleajes que se le suponen a estos lugares, como el Cabo de Hornos. Por eso yo creo que lo que importa aquí es el nombre que le ponemos a las cosas, que hemos llamado a uno Atlántico y a otro Mediterráneo, pero que son la misma cosa. Ya verás: tenemos que ir. Al frente se ve África.

Este tipo de chorradas le decía yo a Ariadna, para ver si le parecía ocurrente o profundo. Alguna vez ella también dijo alguna cosa de ese tipo en referencia a las vías, los trenes, los viajes y el eterno sur.

- Es curioso, fíjate: estas mismas vías que hay aquí son las que llegan, por ejemplo, a Málaga, que está a cientos de kilómetros de distancia. Así que si yo llegase a bajar a las vías, con cuidado de que no me pillase ningún tren, claro, y tocase la vía, estaría tocando un objeto que llega a Málaga. Y si alguien en Málaga tocase la vía estaríamos tocando los dos el mismo objeto. ¿Existe alguna otra cosa que tenga esta característica?

Por supuesto, ella nunca bajó a las vías. Por supuesto, yo me mostraba fascinado por la ocurrencia y me quedaba pensativo y silencioso, recorriendo las vías con los ojos, intentando meter todos aquellos kilómetros en la cabeza. Y, por supuesto, pasaba por alto el hecho de que las vías tienen cortes en su recorrido, que no es siempre la misma vía sino que está hecha de diferentes tramos, porque no es factible construir un objeto tan largo y, además, porque al sufrir dilataciones en verano, con el alza de las temperaturas, tiene que haber cierto espacio que aloje la variación de longitud. Pero, al fin y al cabo, aquello era el amor y no una puta clase de ingeniería.

 

viernes, enero 11, 2013

Mis movidas con Rockdelux




Yo dejé de ser un paleto y me convertí en una persona respetable leyendo el Rockdelux. Fue a principios de siglo: primero lo leía en la barra de algunos bares que la tenían, luego la compraba yo mismo. Cuando empecé a leer Rockdelux crecí unos diez centímetros, me salió el pelo más fuerte, se me blanquearon los dientes y se me afiló la cara. Siempre sabía cómo comportarme en todos los lugares, siempre sabía qué decir para partir la pana y cuál era el tenedor que tenía que utilizar en cada uno de los platos que servían en la bodas. Luego dejé la Rockdelux, cuando la década ya había cumplido sus tres cuartas partes, pero, tan buena era, que los efectos me duraron unos cuantos años más. Al abandonar mi casa de Delicias, que fue como abandonar el bombardeado Hamburgo en ruinas de 1945, en mi penúltima mudanza, dejé dentro de un feo mueble castellano de madera recia y muy oscura toda mi colección de Rockdeluxes que había ido reuniendo durante años. La dejé allí conscientemente, como un regalo para los jóvenes que venían después, porque ocupaba mucho espacio y porque, como soy un obseso del paso del tiempo, cada vez que veía portadas antiguas intentaba recordar aquel mes de aquel año cuando se había publicado y me ponía nostálgico. Y la nostalgia es esa tristeza burguesa.

Con la Rockdelux aprendí un montón de música: era como una Biblia para mí (y para muchos). Concretamente, más que como la Biblia entera, era como mi Eclesiastés. Por aquel entonces todavía se usaban cd’s y yo había ingresado en la organización ladrona y revolucionaria Yomango. Había aprendido, en las casas okupas, a mangar con gran maestría; de hecho creo que era el mejor ladrón del grupo, y, sobre todo, había adquirido herramientas filosóficas, teóricas, para saber por qué era bueno robar en grandes superficies. Ellos lo llamaban Sabotaje contra el Capital Pasándoselo Pipa (SCPP). Así  que robé un montón de cd’s inspirado por la Rockdelux, unos 500, que ahora están en casa de mi amigo el escritor Guillermo Aguirre metidos en unas cajas que sujetan una cama o algo así. No me los devuelve. Guillermo, si lees esto, devuélveme los discos que me debes. Moroso. Además, en otro orden de cosas, a veces aceptaba encargos de bares y les conseguía discos originales a mitad de precio, lo cual era ya un dinero, porque los cd’s costaban unos 20 euros de media. Llegué a ganar mucho dinero.

Rockdelux, hay que reconocer, era una revista un poco snob. Les gustaba dar la nota hablando de música africana o de flamenco, cosas que descolocasen a su público netamente indie, pero así también conseguían abrirles de orejas. Muchas veces el disco mejor del año era de Extremoduro, el Agila, o de Sepultura, el Roots. Entonces todos escuchábamos a Extremoduro, que ya no era una banda de perroflautas, o a Sepultura, que ya no eran unos jevis melenudos. Porque lo decía el Rockdelux. La verdad: aún no sé si lo hacían por llamar la atención o realmente lo pensaban. Debían reírse mucho en aquella redacción. Otra cosa buena de RDL eran sus constantes revisiones del pasado, así que uno aprendía la música del presente y del futuro, pero también de dónde venía todo. Recuerdo con especial agradecimiento un especial con los 200 mejores discos del s XX (el mejor era el de The Veltet Underground y Nico), otro con los mejores 100 de la música española (el mejor: Veneno) y otro con los mejores de la música electrónica ever (de este no me acuerdo). Los tengo ahí, en la estantería.

Luego la música dejó de interesarme bastante: desaparecieron los cd’s y ya no tenía gracia robarlos. En realidad: ¿Me gustaba robar o me gustaba escuchar? No sé. El caso es que me quedé bastante desactualizado. Y empecé a menguar, me volví de color cetrino y perdí dientes. Olía mal, los modernos huían de mí como de David Bisbal, se me caían los mocos. Todo empezó a ir mal y yo no sabía por qué.

Hasta que este año, este 2013, me he comprado la RDL de enero y me he empollado y escuchado todos los mejores discos del año pasado, todas esas listas que no conocía ni por asomo, y, de pronto, ¡ya me están saliendo músculos!

lunes, enero 07, 2013

Mamá Peligro contra el bosón de Higgs



Mamá Peligro no es el bosón de Higgs. Es más: si ponemos a dos Mamás Peligro a girar en el Gran Colisionador de Hadrones del CERN de Ginebra a velocidades relativistas (cercanas a la velocidad de la luz), y las hacemos chocar, no obtendremos bosones de Higgs y otras exóticas partículas subatómicas, sino una sangrienta papilla. Mamá Peligro sí está hecha con bosones de Higgs, pero lo que aquí nos importa es que Mamá Peligro, y su propia idiosincrasia, puede ayudarnos a comprender qué es esa cosa que han llamado absurdamente la partícula de Dios (¿) y que los científicos buscan con el ansia con el que los caballeros de la Mesa Redonda buscaban el Santo Grial. Es decir, con mucha.

Los hechos:


1. Vivir en una pequeña capital de provincias es como vivir en un terrario: casi no existen los desconocidos y tu vida se ve expuesta ante los demás, y sus dimes y diretes, constantemente. He de decir que también a los pocos años de vivir en una gran capital puede ocurrir lo mismo, y, de hecho, ocurre, pero es más sencillo que ocurra en lugares como Oviedo, la Vetusta opresiva y habladora que Clarín retrató en La Regenta (hay una serie, no hace falta que lean el libro). El caso es que es difícil no encontrarse a alguien conocido por la calle. Aunque la ciudad es muy reducida supongo que los ovetenses tardan tanto en desplazarse como los habitantes de México D.F., debido a la cantidad de gente que hay que saludar en cada trayecto. Cuando salgo de casa con Mamá Peligro para recorrer las calles Palacio Valdés y Pelayo hasta la Escandalera y luego la calle Fruela hasta El Fontán, sé positivamente que este trayecto, que a mí, con mis elegantes y precisos movimientos, me llevaría unos diez minutos escasos, puede alargarse indefinidamente. Mamá Peligro se para a parlamentar plácidamente con Mengano, Fulano y Zutano (este es el peor, porque no calla) y así se le pasan las horas. En una ciudad como esta uno nunca esta solo, lo cual no se sabe muy bien si es bueno o es malo.

2. El Modelo Estándar de partículas es la mejor teoría que tenemos para explicar la materia y sus interacciones. Es la que describe las partículas diminutas que forman el mundo y las interacciones entre ellas, las llamadas cuatro fuerzas fundamentales: la gravedad, la fuerza electromagnética y las fuerzas nucleares fuerte y débil. La materia está hecha fundamentalmente de electrones y quarks (los quarks, agrupados de tres en tres forman los protones y neutrones con los que ustedes estarán más familiarizados). Estos son los llamados fermiones. Las fuerzas se ejercen intercambiando otro tipo de partículas llamadas bosones: el fotón es la partícula portadora que intercambian los cuerpos entre los que actúa la fuerza electromagnética, el gravitón hace lo propio con la gravedad, el gluón con la fuerza nuclear fuerte y los bosones W y Z con la fuerza nuclear débil.

Pero no nos hagamos todavía la picha un lío. En todo este zoo de partículas (hay muchas más que no he mencionado) faltaba un mecanismo que explicase la existencia de la masa. La masa es lo que mide una báscula, los kilos que usted “pesa”, es aquello que se opone al movimiento. Cuanta más masa tiene una cosa más cuesta acelerarla: es fácil mover una goma de borrar, pero no tanto mover a su suegra, o a un elefante, porque son más masivos.

El entrañable físico Peter Higgs, que parece sacado de la barra de un pub irlandés, propuso en 1964 la existencia de su bosón para explicar el problema de la masa. Como ustedes sabrán, en el mundo cuántico las partículas son también ondas y viceversa, es la llamada dualidad onda corpúsculo. De igual manera que hay fotón, hay campo electromagnético. De igual manera que hay bosón de Higgs hay campo de Higgs. El campo de Higgs se extiende por el universo y es esa “fuerza” que se opone a que las cosas se muevan. Digamos que las cosas que tienen mucha masa tienen que chocar contra muchos bosones de Higgs, atravesar ese campo como viscoso para poder moverse. Por eso el bosón, el campo de Higgs, les confiere a las cosas su inercia, su masa. Por decirlo en las bellas palabras de la Wikipedia: “Esta teoría sugiere que un campo impregna todo el espacio, y que las partículas elementales que interactúan con él adquieren masa, mientras que las que no interactúan con él, no la tienen”.

La conclusión:


Suponiendo que Mamá Peligro en su viaje cotidiano desde la residencia de los Peligro hasta el Fontán fuera la partícula a estudiar, sus conocidos, esos que le paran por la calle y le cuentan sus hitos y miserias, serían los bosones de Higgs con los que ella interactúa, representantes puntuales del campo de Higgs, que al retenerla le hacen tener esa inercia, esa resistencia al movimiento que llamamos masa. Mamá Peligro sería una partícula masiva. Su hijo, que se mueve grácilmente entre sus conciudadanos haciendo caso omiso a sus saludos, sería una partícula sin masa, como un fotón en reposo.

Ahora sí: ahora se entiende. Gracias mamá.

jueves, enero 03, 2013

Un detective domesticado



 Los detectives privados también existen en la vida real, sea eso lo que sea, pero, como ustedes sabrán, sus aventuras no tienen ni por asomo el glamour de las que nos presenta el cine. Este, su humilde blog, ha tenido acceso a un informe de un detective privado que había sido contratado por una gran empresa aseguradora para demostrar que una mujer que se decía lesionada, y demandaba una indemnización a la compañía, realmente no estaba lesionada. Es decir, que mentía para embolsarse un dinerito.

En la portada del informe aparece una fotografía del edificio en el que vive la “lesionada” (así la tratan durante todo el documento), es un edificio urbano muy feo, de ladrillo y hormigón, y lo plantan ahí, en el frontispicio, igual que se planta en la portada de Drácula una imagen del castillo del sangriento conde. Ignoramos qué información relevante nos da esta imagen más allá de que el avieso detective nos quiera decir que ha encontrado el lugar donde vive su vigilada. Lo cual no resulta muy difícil, pues la compañía aseguradora le facilitó la dirección. Pero en fin, hay que hacerse valer. La segunda foto, ya en el interior, es del buzón postal de la lesionada, donde figura su nombre, el piso y la puerta. Con esto el audaz detective nos quiere decir que ha puesto el pie en la puerta del portal después de que entrase algún vecino, que ha conseguido colarse y que, jugándosela, ha fotografiado el buzón. Bueno, ya ha justificado parte de su sueldo.

A partir de este punto, una vez ya hemos roto el hielo conociendo el edificio y el buzón de la lesionada, comienza la investigación de su vida cotidiana. Un día, a las 18.45, la mujer es observada por primera vez:

18.45. Sale del portal una mujer rubia, de unos 45 años de edad, delgada, con el pelo corto, que responde a la descripción de la lesionada. Se dirige a la Mercería Puri, en la calle aledaña. Después de unos minutos en el interior, sale con una pequeña bolsa de plástico y entra en la cafetería Turandot, a unos veinte metros. Después de 17 minutos en la cafetería sale y vuelve a casa.

Así trascurre la vida de a susodicha, de casa al banco, del banco al supermercado, del supermercado a casa. Algunos días el ingenioso detective la sigue a su negocio, una boutique de ropa en otro barrio. Allí describe el detective cómo la lesionada habla con los clientes y cómo, incluso (sic), se sube a una silla para colocar los adornos navideños. Hay que aclarar que la lesión de la lesionada era una lesión ocular, lo cual no impide subirse a sillas o ir a mercerías. En cualquier caso, el detective, como un buen mandado, va siguiendo el día a día de esta mujer, una como otra cualquiera. 

Los más inquietante no son las observaciones, algo monótonas, sino las fotos que el detective incluye. Fotos sacadas rápidamente, de mala calidad, por un fotógrafo con miedo a ser descubierto, muchas de ellas capturas borrososas y pixeladas de un vídeo que existe en DVD pero al que este, su humilde blog, no ha tenido acceso por el momento. En las fotos se ve a la lesionada ensimismada mirando unos papeles en su tienda, o caminando distraída por la calle. Montando en un coche con unos amigos el día que el detective les siguió hasta el cine de un centro comercial y les dejó viendo la peli “después de que comprasen, en el vestíbulo, un botellín de agua mineral”. El detective muchas veces, a falta de información relevante, se recrea en los pequeños detalles, cosa que, por una parte, justifica su observación, y por otra, le da cierto suspense al asunto. ¿Quién sabe si en ese botellín no hay una pista decisiva? Pero como decimos, esto no es una película y, por los demás, las fotos, aparte de malas, son solitarias, y un poco sombrías.

A mí no me gustaría que me siguiera un detective privado si luego tuviera que ver las fotos de mi vida. Pasamos la mayor parte del tiempo solos, callados, realizando actividades inanes como abrir y cerrar puertas, comprar pan, llenar vasos de agua. En nuestro  fuero interno tenemos el run run de nuestra mente, pero desde fuera todas nuestras vidas se parece a un cuadro de Hopper. Vivimos, sin saberlos, en el medio de una desolación extraña.

Una vez sin querer me espié a mi mismo, como si fuese yo mismo el detective y la lesionada. Fue cuando me dejé la grabadora encendida unas cuantas horas tras una entrevista. Ahí pude oír como suena mi vida cuando nadie, ni yo, la oye: los pasos contra el asfalto, la recepción de una anodina llamada de trabajo, el tableteo del teclado del ordenador durante un buen rato, un canturreo, una mínima tos. Mi vida me pareció triste, vacía, insignificante, llena de momentos absurdos que no recordaré cuando pasen un par de días. Vivimos flotando en medio de un espacio interestelar, con mercerías.

Al final del informe el detective explica, de forma un tanto apasionada, que no ha encontrado nada más, nada extraño, nada fuera de lo normal en la vida de la lesionada, y se ha pasado algunos cientos de horas esperando a que aparezca de una puerta o espiándola a través de un escaparate, con su cámara. Nosotros, tras inspeccionar su informe, tampoco hemos encontrado nada reseñable en la vida de este audaz sabueso, de este detective espiado salido de un cuadro de Hopper.